“Un inmenso destello
de recuerdos ha turbado mi soledad: la mano cálida de mi padre, su sonrisa franca;
una tarde, a veces húmeda, otras veces oscura anunciando la noche; una ilusión que
pronto se convertiría en un abrazo y bromas de mi abuelo.
“Era el universo infantil que esperaba ansioso el encuentro, bajo la pequeña entrada en esa calle misteriosa del
centro de la ciudad. Traspasar el umbral y recorrer esas escaleras sin sombras,
donde la oscuridad se adueñó de ellas
para siempre. Ahí, a unos cuantos pasos ya estaba la puerta que, una vez
traspasada, el mundo era otro: mágico, lleno de aventuras con esos espacios que
se colmaban de sonrisas, afecto y voces de diálogos que seguro estoy quedaron
guardadas para siempre en esas paredes gruesas, antiguas, donde el eco mudo
escondía otras tantas del pasado”.
Antigua
calle de la Acequia Real o de Agua, la calle Corregidora en el centro de la
Ciudad de México, llenó un espacio de mi infantil mirada y de mi vehemente
inocencia.
Sitio de históricos sucesos, la añeja lacustre
avenida permitió, en la antigua Tenochtitlán, la navegación de canoas para
trasportar las mercancías que serían el festín de sus pobladores. Las
legumbres, frutas, flores, tomaban el cauce de la calle de las Canoas para
conducirlas al mercado nombrado de los Voladores. Por ahí llegaron del sur de la ciudad, procedente de las
chinampas, los comerciantes que esperaban con ansia la recompensa a su trabajo.
Y también debieron haber recorrido el lacustre camino los Pochtecas, ilustres señores
del Anahuac que traían las nuevas al emperador.
Mucho
tiempo durante el virreinato, su cauce era atravesado por varios puentes que
comunicaban a los pobladores y permitían el tránsito, a su vez, de alimentos y
mercancías variadas. Hasta que el conde de Revillagigedo modificó
sustancialmente la avenida colocando losas de piedra para cubrirla. Así, su
aspecto fue cambiando hasta conocerla como lo que es ahora, una avenida rodeada
de edificios históricos que guardan en sus paredes anécdotas ignotas.
“Muchas veces caminé por esa calle, tal vez sin preocuparme de su
nombre ni por los avatares que mis padres deberían de sortear para llegar a
ella. El suceso final era lo importante: mi abuelo. Lo rodeaba un halo de
bohemia, de plática eterna y una música que sólo él podía crear en su guitarra.
Su eterno gato de melódico nombre, el “Querreque”, gato y misterioso y
escurridizo –creo como todos los gatos pero que me alegraba verlo- era el
ornamento indispensable de aquella morada donde se respiraba siempre un
ambiente de fiesta, de versos y canciones.
“Sabía,
que al llegar con don Panchito, como lo llamaba mi madre, un aroma de platillos exquisitos nos
anunciaba espléndidos sabores creados por su experiencia vasta en los
menesteres de las soledades”.
Durante
los años treinta del siglo XX la Acequia
Real, perdió para siempre su estructura ancestral para conocerse como la calle
de La Corregidora. Merecido homenaje a Josefa Ortiz de Dominquez, mujer de
pasión por los ideales libertarios y de talante indomable, única mujer
conspiradora para la causa independentista.
Calle
de alegre vida comercial, de variopinto
paisaje, en su trayecto incluye monumentos importantes que corre de oriente a poniente. Parte del
Palacio Nacional y la Suprema Corte de Justicia, entre otros edificios
virreinales, son parte del gran acervo histórico. Sin olvidar los edificios
viejos, derruidos por el tiempo y que alguna vez formaron parte de ese
kilómetro de avenida legendaria. Algunos
han quedado de pie, para que las añoranzas revivan historias como la de
Corregidora 47.
“El
recuerdo añejo de ese pasado me acerca a
aquel abuelo espléndido, bohemio y soñador. Lo veía extraviarse en las notas
viajeras de unas cuerdas, en la madera que guardaba el eco suave, melancólico
para arrojarlo al viento y endulzar los oídos. Ese era mi abuelo, solitario
trovador, de quijotescas aventuras y de horizontes desconocidos. Ahí, en su
refugio de Corregidora 47, atisbó el futuro de una acendrada pasión por la
soledad; ahí, me llenó esa parte de mi infancia donde acudí a recibir lo que
ahora son mis entrañables recuerdos. Sí, ir con el abuelito Pancho, era
olvidarse del mundo, ver un partido de beisbol, percibir los aromas esquivos de
su cocina, y soñar que ahí era un refugio imperecedero.”
La
calle pluvial, La Acequia, alberga los fantasmas del México precolombino, sus
mercaderes, sus naves de frutos y flores que proveían a la vieja Tenochtitlán,
a la urbe de piedra y agua cubierta después por la barroca conquista. Dentro de esa Nueva España, reflejo de la
otra, lejana y europea, fueron las canteras y el tezontle de los nuevos
edificios los que continuaron la
historia y poblaron de nuevos espectros a veces con historias trágicas.
El Papa Gregorio XIII, autoriza la construcción
del Convento de Jesús María en 1578. Tuvo a bien permitir el proyecto para la España que se expandía por el mundo. Dicho convento fue el refugio de
pobres y alojamiento para las hijas de los conquistadores sin recursos. Dentro de sus muros legendarios vivió y murió
enclaustrada Micaela de los Ángeles, que por ser hija natural del Rey Felipe II, tuvo que ser enviada de su tierra natal a los
dominios americanos de su padre. Recluida, murió loca a la breve edad de
los diecisiete años.
Algunas historias
trágicas, otras célebres, muchas todavía no conocidas recorren la avenida que han
quedado sepultadas en el barro y en el tiempo. La Acequia Real continúa con
los espejos de la eternidad evocando su
lacustre vía, sus edificios y monumentos históricos. Los vestigios de los
antiguos pobladores y que dieron vida y colorido a ese valle perdido pero no
olvidado, han quedado en esa materia
extraña, inasible e imperecedera llamada tiempo que la memoria colectiva no
olvida.
Ahí siguen
en la imaginación los personajes que le dieron vida, como la de don Francisco Quiñones León, insustituible
caballero que por los años sesentas, recorría las calles del centro de la
ciudad, que palmo a palmo conocía los rincones secretos, y su silueta con su
frente amplia, bigote escaso, sus lentes
redondos, se sumaba a las sombras de Corregidora 47.
“Mi memoria esconde aún momentos esquivos pero
no menos importantes. Aquella calle me cautiva, aquella entrada me ilusiona
como la primera vez que visité a mi abuelo solitario, escuché su guitarra
enamorada y acaricie el lomo de su gato esquivo. Fue ahí donde recité un verso
y el abuelito Pancho sonrió por mi atrevimiento y mi inocente rima; fue ahí
donde el brillo de su mirada atravesó
los cristales de su anteojos eternos y la
depositó para siempre en ese rincón oculto, a veces oscuro que resucita
en mis recuerdos”.




