martes, 18 de agosto de 2020

Tren Maya, las vías de la ilusión

 «Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad»

Jean-Paul Sartre 


La bruma que desprende aromas de siglos, que esconde paisajes de leyendas, ruinas durmientes, cantos de ilusiones,  se dispersa en una mañana con los sonidos misteriosos de la selva. Los rugidos que gritan en coro las  voces de los dioses,  regresan del inframundo en su lucha contra la muerte. El jaguar que ha vencido regresa del sueño a enfrentar su destino sobre las piedras de templos, y que con su aliento,  dispersa las tinieblas. 


La pretensión poética queda muy lejos de la poesía de la naturaleza del sureste mexicano.  Con sus humedades y sus verdes mágicos, sombras que duermen debajo del sol ardiente a las orillas de espejos dulces de cauces profundos, se esconde una espesura de desbordante voluntad  infinita. 


Región rica y pródiga en culturas y tierras de antepasados, ha trascendido al imperturbable rigor del tiempo y al obstinado paso del hombre. Provista de exuberante vegetación y de un ecosistema unívoco, es un sitio sagrado al que habría que conservar sin excusas. 


Sin embargo en su horizonte se asoman un tren que pretende llevar un progreso, las vìas de la ilusión caminan hacia esas tierras con el pretexto de la “modernización”. La realidad es que las comunidades de los Pueblos Indígenas. que lo han aceptado. son víctimas del proyecto del sexenio, que como muchos tantos, pretenden engrandecer una política astuta para ganar adeptos a su bolsillo electoral. Bajo la perspectiva de las propias comunidades, el proyecto  pretende objetivos de dudosa veracidad. La economía regional, lejos de ser partícipe del milagro monetario, se verá  avasallada  por el turismo depredador que acabará por absorber  a gran cantidad de indígenas que, deslumbrados por el engaño de la modernidad, abandonarán sus costumbres, sus raíces, su hogar. 


La duda viaja por los rieles de la demagogia. Viaja a gran velocidad sin un verdadero sustento de repercusión ambiental. Flora y fauna única en el mundo estarían a la orilla de la existencia. Los dos mil jaguares que habitan la zona verían reducidas sus posibilidades de sobrevivir. Mantos acuíferos, cenotes, ríos subterráneos,  podrían verse contaminados por la infiltración de aguas residuales. Serpientes como la nauyaca que habitan microhabitats en cuevas y espacios inaccesibles, se verían amenazadas. Se calcula que la vibración podría agrietar dichas cuevas y rendijas naturales que son el resguardo para muchas especies. La zona de Calakmul sería una de las más afectadas, donde habitan gran diversidad de especies que verían el desmembramiento de su cálido ambiente. Animales como el mono araña, el saraguato, tortugas, lagartos, guacamayas, ya de por sí perseguidos por cazadores furtivos, se verían aún más hostigados por la depredación de un proyecto ferrocarrilero. 


La ilusión pierde sentido cuando se enfrenta a la realidad. Las ventajas prometidas y los bienes ofrecidos pronto podrían crear una catástrofe ecológica y social de la que sería muy difícil encontrar la salida. El arrepentimiento y la reflexión muy poco haría por recuperar una de las zonas más ricas del planeta. El valor biológico, social y cultural podría tener sus peores días.


Una incógnita podría derivar todos estos argumentos. Preguntar si hay que dar paso al progreso podría encontrar una respuesta irreflexiva y banal. Decir sí sin un verdadero análisis geográfico, ambiental, social, sería irresponsabilidad total. Decir sí por que debemos guiarnos por refrendos chamánicos donde la la tierra “habla”, sería indignante. 


El tren Maya es un proyecto neoliberal, lejos está de ser la panacea social y económica que se pregona. El futuro del mercado turístico donde las ganancias llenarán los bolsillos únicamente  de las grandes empresas, se asoma escondido tras fines rapaces. 


Las esperanzas se pueden convertir en un campo minado lleno de desilusiones, un terreno feraz para el cultivo de la desigualdad, transculturación, y el ecocidio. 


El tren Maya podría ser un gran paso para el sexenio, pero un paso en falso para el país, y la bruma que esconde aromas de siglos y una tierra que reposa el silencio de los tiempos, podría disiparse para siempre. 


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Indígenas, un mundo olvidado.



“In tata u tsikbalmaj ten u lonmaj bin le x-tabayo’. Tun bin bin xinbal kala’an ka tu yilaj. Juntul ko’olel jach ki’ichpan, chowak u tso’otsel u pol; ka tu machaj [...])”.


“Mi papá me ha contado que clavó a la X-Tabay. La encontró en una ocasión en que viajaba borracho. Era una mujer muy bonita, de largos cabellos, que lo sujetó [...]”. (Cuento Maya). 


Hay un mundo alterno, un mundo que, aunque acontece, lo vemos a la distancia, apartado de nuestra cotidianidad. A pesar de que alrededor de 7 millones de mexicanos hablan una lengua indígena, pasan más que desapercibidos. La lengua maya tiene 1,4 millones de parlantes seguido del zapoteco sobre 700 mil. No obstante que son mexicanos, los indígenas, como cualquiera que habita el territorio nacional, viven bajo cierta realidad alterna y en la perspectiva de los que han pretendido pensar por ellos y explicar su cultura. Y, aunque ha habido un movimiento  que defiende y aboga por sus derechos, no ha sido suficiente:  hay un evidente rezago y discriminación, además de un racismo que no termina por reconocerse. 


Desde “Forjando Patria”, el antropólogo Manuel Gamio plasmó la semilla del indigenismo que a lo largo del siglo XX germinó el movimiento que fue acogido por muchos intelectuales que moldearon al indio con diferentes matices. No se puede soslayar que muchos de los rasgos que se le dieron al indio fue con la perspectiva del mestizaje: había que fusionarlos para integrarse al mundo, con el mestizo, había que “blanquear” su cultura. Punto crítico en el que se ha documentado una eugenesia sobretodo en el México postrevolucionario, donde no se planteó la integración de las comunidades y su fortalecimiento interno.  No en vano José Vasconcelos proclamaba la nueva “raza cósmica”, la nueva generación mestiza. Dentro de este nacionalismo idealizado de estado, surge el muralismo como una necesidad de glorificar el pasado indígena en las paredes institucionales. 


En el siglo XIX el indio pasó a un segundo plano, donde la pobreza se agudizó con una paradoja de injusticia con las Leyes de Reforma proclamada por nuestro insigne benemérito. 

Las Leyes de Reforma de Juárez borraron la geografía indígena a través de las leyes contra las tierras colectivas indígenas. 


La conquista espiritual, geográfica, militar, política y administrativa vino de afuera, del colonialismo europeo; pero quizás la peor y  que se ha prolongado después de la independencia, es la colonización interna que persiste hasta nuestros días. Torquemada incendió la hoguera, ahora el fuego inquisidor viene de nosotros mismos. La indiferencia, la ignorancia y la apatía por los “otros”, es nuestro peor desprecio. Del colonialismo y poder central  europeo, la dependencia ahora es del poder gubernamental  y el que marca los designios.   Bajo proyectos engañosos se pretende llevar sobre vías  trenes milagrosos donde se les promete subir y encontrar la parcela pedida. Y la  política se convierte en una medida populista de intereses  que tiran el anzuelo de la esperanza para los pueblos.  


Las comunidades indígenas sobreviven al mestizaje y a la marginación gracias a su cultura e identidad, que deriva de un conglomerado mundo pletórico de cosmogonías, leyendas, creencias, conocimientos. Oponen una fuerza a la mirada externa que trata de seguir pensándolos e interpretarlos a su conveniencia. Algunos no han tenido la fortuna de cohesionarse bajo su culturalidad y han sido absorbidos e integrados a la cultura del mestizo, bajo un nacionalismo lleno de intereses y de la retórica de estado. 


El indígena es admirado, alabado, apreciado, pero a la distancia. Los buenos deseos son reemplazados por el racismo, rasgo nacional inaceptado por muchos.  Tema abordado por intelectuales, historiadores y un sinnúmero de escritores, no termina de concluirse ni de superarse. La conciliación del pasado indígena-español, español-indígena, continúa siendo una fuente de conflicto. Se rechaza el pasado español para enaltecer el pasado mítico del indio precolombino, heróico, idealizado de una sociedad perfecta que se echó a perder con la llegad de los españoles; y por otro, se reniega de la sangre indígena, esa que al mestizo le causa náuseas y la vomita con expresiones racistas. “Pareces indio”, “el indio no tiene la culpa, sino el que lo hace compadre”, “indio ladino”, “indio pata rajada”, “el mejor indio es el indio muerto”.  Y quizás, la que causa más magulladuras del amor propio es aquella que se dice con el mayor encono y con la que se pretende terminar un pleito, discusión o desavenencia: “pinche indio”. 


No hay sociedad o grupo social que sea por completo  inocente y virtuoso. La visión maniqueísta es una tentación que hay que desechar. Y como toda sociedad, los pueblos indígenas no pueden ser excluidos de sus imperfecciones. Como todo grupo humano, siempre deben estar en constante evolución y autocrítica. Y es en su autonomía donde su desarrollo encuentra sus mejores frutos. Como partícipes respetuosos de su historia y desarrollo, es nuestra obligación velar para  que se dé esa independencia y libertad hacia dentro de las comunidades y que sean ellos los que escriban sus propia narrativa, su visión, pero sobre todo, que imaginen su futuro. 


Los pueblos indígenas tienen una riqueza invaluable en su sabiduría, tradiciones, lenguaje, que le dan cohesión. La fortaleza de su cultura está en la conservación de esa riqueza que los debe llenar de orgullo en su identidad. 


Celebrará Chiapas Día Latinoamericano del Jaguar ~ Mira tu México







 


 
















 






 


 


 


 














martes, 28 de julio de 2020

El hombre del cansancio



En un mundo que cabalga a una velocidad vertiginosa, nuestros pasos no pueden ser los del tiempo añejo. Como Atalanta, la cazadora griega inalcanzable, o  Jesse Owen, el velocista que humilló a Hitler,  nos movemos en una carrera desesperada contra nuestro reloj interno, donde el enemigo o contrincante somos nosotros mismos. Como un enfermo, padecemos de agonía crónica. El gen del impulso interminable, de la rueda sin fin, se ha insertado en nuestro ADN  neuronal. Vivimos en nuestro propia tierra fértil donde florece la cosecha más abundante: la hiperactividad. Como Sísifo, cargamos la piedra una y otra vez, pero lo hacemos con un gozo y motivación, que morimos con la felicidad del desgaste. 
Byung-Chul Han, filósofo coreano, nos plantea en su ensayo La sociedad del cansancio, que  las enfermedades de hoy nos amenazan no con  infecciones sino con infartos ocasionados por exceso de positividad. En este movimiento interminable como el hámster en su jaula, giramos sin fin, sin tiempos fueras, sin el momento antiguo de la contemplación. Bajo un sistema perfecto donde no hay límites -nos dice el filósofo sudcoreano-, hay una “[...] violencia de la positividad, que resulta de la superproducción o la supercomunicación [...].” 
Las generaciones de la velocidad ad finitum, han nacido bajo la enajenación autónoma. En la  fatiga interminable, del éxito inagotable, de la webmind insaciabe que todo lo puede, quiere, sabe y obtiene. Pero en la sociedad del cansancio, cabemos todos:  vivimos angustiados. En la antigüedad cercana, a mediados del siglo XX, aún podíamos practicar el valioso status del ocio. No hacer nada era posible. Hoy eso parece irrealizable. Somos los hombres del veinticuatro siete, los eternos disponibles, gozosos de cumplir con nuestra tarea. No necesitamos del control remoto que nos mueva: nos autoexplotamos.  
Pero nada es gratis. La falta de aburrimiento, del medio tiempo, de estar en off, nos pasa factura. El navegar por las aguas del exceso, nos puede llevar a la depresión, al burnout, y el agotamiento cerca del infarto nos recuerda algo: el fracaso. Inmersos en la productividad, en las vías de tren digitales de la comunicación, hemos olvidado que viajamos en un simulador de vuelo del éxito, que oculta la derrota, la desilusión.   El aislamiento y ese universo interminable nos conduce a la isquemia emocional. 
La dependencia por y para el rendimiento mecanizado,  para Byung-Chul Han, en la sociedad del cansancio, la consecuencia inevitable es el dopaje. ¿Hasta cuándo, cuánto, es suficiente? Como el farmacodependiente, el hombre del cansancio necesita de la misma droga: el trabajo. En ese afán interminable, agotamos las endorfinas estimulantes hasta caer en el agujero negro existencial y nos fundimos como un microprocesador reemplazable. 
Nos hemos convertido en los muertos vivientes, o en las almas muertas de Nicholai Gogol, que en su célebre libro, nos narra como los siervos (almas), de la Rusia zarista,  son explotados y exprimidos por los terratenientes. Y el negocio no se acaba con su muerte. Chíchikov, el comprador de almas, adquiere los derechos de propiedad de los siervos muertos para que el gobierno le otorgue tierras y enriquecerse. La caída vertiginosa dentro de un sistema perfecto de laboriosidad, ha creado las almas del cansancio, pero que son olvidadas: nadie compra almas muertas, somos reemplazados. 
Con la hipercomunicación, fundamento del hombre abstraído, el beneficio conlleva la enfermedad. No obstante estar mejor comunicados, estamos más solos; a mayor información, más dispersos: aprendices de todo, maestros de nada. 
En esta sociedad del inquieto, del dopado, del Homo laborans,  quizás, lo mejor, sea dejar pasar el tiempo,  practicar el ocio, reinventar el espacio y la temporalidad, contemplar la vida por un rato, la lectura sin prisas; escuchar al prójimo (próximo),  ver las estrellas, y por qué no, escribir una poesía a media noche, pero eso sí, compartirla de inmediato por whatsapp. 








La letra H


El 6 de junio de 1944 daba inicio el día D. El general Eisenhower era el estratega para dirigir la Operación Overlord que permitiría la entrada a Europa para derrocar al régimen nazi. Atravesar el canal de la Mancha, llegar a las playas de Normandía, sería una tarea colosal.  El exitoso final, ya lo conocemos. Ese día tan trascendente ha quedado marcado en la historia con la simplicidad de la D. Sin embargo acaso los días que marcan nuestras vidas o simbolizan eventos imperecederos, los recordamos con simpleza: como  “aquel día”, el primer día de clases, el día D, el día H. 

Una bicicleta, sí, deseábamos tenerla y compartirla. Mi amigo Josué tenía una pero los estragos del tiempo ya le eran visibles. Con ella volábamos y era parte de nuestra existencia infantil. Pero necesitábamos una para cabalgar como jinetes en los terrenos del vecindario. Vimos una gran oportunidad, de esas únicas, impostergables. La promoción era tentadora: juntar las letras en cada helado que compráramos para formar la palabra Holanda. A cambio, una flamante y veloz bici.Seríamos socios de singular empresa. Fuimos comiendo helados hasta que por fin sólo nos faltaba una letra. Una, muda por cierto: la H. 

Mientras ese momento llegaba, ese par de niños de once años continuaron con sus juegos mágicos. Atrapaban alguna lagartija, alguna exuberante araña en el jardín merecía su asombro y el lodo en sus pies era el símbolo de la felicidad. Y viajaban creando aventuras y sueños sobre dos ruedas. 

Así pasaron los días, y la esperanza de que el la ansiada H saliera de la envoltura del helado, se hacía más lejana. Había sólo una oportunidad: suplantarla. La complicidad oculta el pecado. Como artesanos nos dedicamos a hacer nuestra propia letra. Segmentos de la L y la E fueron utilizadas para nuestra aventura del Día H. La calle fue el lugar secreto,  dos verdaderos espías maquinando el engaño. Pegamento blanco, un cúter, pero sobre todo, una delicada y milímétrica colocación de los segmentos azules E y L. Como un demiurgo logramos la magia de la suplantación. Mi madre, que ignoraba nuestra personal y secreta Operación Overlord, emocionada aceptó que fuéramos solos a intercambiar nuestra planilla. 

Había llegado, impostergable misión debía ser culminada. Montamos la bicicleta añeja, y nos dirigimos a nuestro destino. La calzada Ignacio Zaragoza sería nuestro Canal de la Mancha, el peligro acechaba en cada automóvil que esquivábamos para llegar a la otra orilla. Reclamamos lo que creíamos nuestro legítimo derecho: habíamos comprado muchos helados: merecíamos la bicicleta. 

“Venimos a canjear, ya completamos la palabra, por favor, ¿nos puede dar la bicicleta?” Comprendimos el fraude publicitario: la letra H nunca aparecería. Una señorita muy amable nos dijo que no era posible, que esa letra aún no había salido.  “Puedo llamar a las autoridades, pero mejor váyanse a su casa, no lo vuelvan a hacer  y esperen que salga la letra H”. Había descubierto nuestro plan. Un miedo inesperado nos acorraló. Llegaría la policía y nos detendría. Nos harían presos y purgaríamos una condena por falsificación. Salimos cabizbajos, con temor de que llegara la autoridad y nos acusaran  del pecado. Nos miramos y regresamos caminando, con la bicicleta que acompañaba nuestros pasos, girando sus ruedas con tristeza, y con sus manubrios como dos ojos que querían soltar una lágrima. 

Ya por nuestros rumbos, parecía que nada hubiera sucedido. El olvido es el mejor antídoto para el fracaso. Le pedí a Josué que me dejara manejar y él se paró en los diablos traseros. Volamos y nos perdimos entre los callejones amigos, entre nuestras banquetas de aventuras, y la bicicleta recuperó su alegría. El viento y el sol de la tarde acariciaba nuestros ánimos y un par de rostros hasta hacía  poco vencidos, olvidaron aquella derrota y volvimos a buscar lagartijas, arañas y nos llenamos los zapatos de lodo. Mi madre nos vio despegar del piso y gritó emocionada: ¡¿Esa es!? Con una sonrisa y con nuestras cabezas negamos que “no era esa”.  

Después seguimos comiendo helados, ya sabíamos que nunca encontraríamos la esquiva letra. Hasta el día de hoy, no he encontrado la  H, quizás porque es muda y no la escucho. 











sábado, 4 de julio de 2020

El árbol triste de la noche aquélla

El árbol triste de la noche aquella

«De los nuestros tanto más morían cuanto más cargados iban de ropa, oro y joyas pues no se salvaron más que los que menos oro llevaban y los que fueron delante o sin miedo; de manera que los mató el oro, y murieron ricos»
Francisco López de Gómara.

Ahí está, el tronco abandonado, quemado. Quizás algo olvidado pero que conserva aún el  privilegio de los mitos fundacionales. A quinientos años de aquella noche funesta, testigo o no,  el ahuehuete reducido por el fuego, seco por el tiempo, el Árbol de la noche triste se ha petrificado como héroe patrio para plasmarse en el imaginario nacional como símbolo de resistencia y valentía. 

No obstante el jolgorio patriótico por aquella gesta de nuestros ancestros mexicas, fue sólo el principio de un plan de conquista que terminaría en el sitio de la ciudad y triunfo de nuestro pasado español. 

Después de huir del Palacio de Axayácatl, Hernán Cortés y sus más de mil españoles y un considerable contingente de tlaxcaltecas, se encontraron con las acequias fangosas donde fueron muertos alrededor de cuatrocientos españoles y cuatro mil tlaxcaltecas; muchos perecieron ahogados con sus caballos y oro que habían fundido para el emperador Carlos V.
La ira mexica se había desbordado y la persecución fue implacable. El ataque de Pedro de Alvarado al Templo Mayor desembocó en una reacción inesperada,  donde una cadena de sucesos incluyó la muerte de Moctezuma. Cuitláhuac encabezó la resistencia. Corrían los días finales del mes de junio de 1520, y una sombra de mal presagio se asomaba en la aventura de la conquista de Tenochtitlan. Las acequias esperaban a Cortés para engullir en sus aguas el orgullo español. El hybris de la tragedia había sido desmedido: no hay que desafiar los designios. Como héroe trágico, un error de cálculo precipitó la derrota de aquella noche. La llegada a Popotla para pisar tierra firme, había cobrado una factura muy alta. Si bien hubo tristeza por la muerte de hombres valiosos para Cortés, no hay evidencia de que haya derramado lágrimas bajo aquel árbol. Pero sí lamentó la pérdida de Juan Velázquez de León, y de muchos de sus soldados. También recuperó el ánimo al enterarse que doña Marina había sobrevivido. Y como toda tragedia, vino la reflexión: había que tomar un nuevo plan de reconquista.


Por el paso de Popotla y Tlacopan, el ahuehuete daba sombra a los pasos cansados de los conquistadores. Incógnito testigo de la derrota resplandecía con su frondosidad y su tronco monumental. Los pasos de las huestes españolas y tlaxcaltecas quizás lo rodearon y continuaron hacia el destino final, aún lejos. 

Los narradores de esos tiempos hacen referencia al mal momento y a la fuerza que retomaron para enfrentar ingentes batallas. 

Bernal Díaz del Castillo relata aquellos momentos en que había que dejar la tristeza y tomar un nuevo camino:
Dejemos ya de contar tantos trabajos, y digamos como estábamos pensando en lo que por delante teníamos: y era, que todos estábamos heridos, y no escaparon sino veinte y tres caballos.”
Y también como se regocijaron por el reencuentro con los sobrevivientes:
“Olvidado me he de escribir el contento que recibimos de ver viva a nuestra Doña Marina, y a Doña Luisa hija de Xicotenga, que las escaparon en las puentes unos Tlascaltecas hermanos de la Doña Luisa, que salieron de los primeros, y quedaron muertas todas las más Naborías que nos habían dado en Tlascala, y en México: allí quedaron en los puentes con los demás.”

El mismo Cortés habrá de relatar las fatigas que padeció en aquella noche en sus Cartas de Relación:
Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente fasta la dicha cibdad de Tacuba sin me matar ni herir ningúnd español ni indio si no fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga, [...]”

Como sabemos, la sagacidad del conquistador y el respaldo de un imperio donde no se ocultaba el sol, llevaría a la conquista definitiva de Tenochtitlan. 

Símbolo de nuestro pasado hispánico - mexica, la noche del 30 de  junio de 1520, es un parteaguas en la historia que culminaría en la fusión dos culturas. Aunque ahora es un árbol triste que nos recuerda la noche aquélla, sus raíces se aferran con firmeza en la historia de México. 









Mascotas Covid

“¿Crees que los perros no irán al cielo? Te digo, ellos estarán ahí mucho antes que cualquiera de nosotros”. Robert Louis Stevenson

El dolor que hemos sentido por la muerte cercana de algún amigo, familiar o conocido en estos tiempos de pandemia, nos ha hecho reflexionar sobre valores que suelen refugiarse en el olvido. Nos ha tocado la hora de enfrentar una enfermedad desconocida y que se oculta en la invisibilidad microscópica. El sentimiento social de angustia, horror, pero sobre todo temor, nos ha modificado estructuralmente. Tal vez, ahora  podríamos nombrarnos el  Homo domesticus, aquél que se queda en casa para evitar contagios.  

Los animales están a la vista del mundo por ser el origen del covid-19, pasando por la desgracia de ser abandonados hasta  tener un juicio sumario y ser arrojados por la ventana. La histeria colectiva en Wuhan, provocó que muchos perros y gatos fueran proscritos de su hogares para siempre. Por fortuna son más los que se dicen ser afortunados por tener una mascota a su lado. 

En esta neonormalidad nos hemos visto obligados a mantenernos más tiempo en casa. Para muchos ha sido una cárcel, para otros, la reflexión ha ordenado el caos existencial. Y cada uno de nosotros ha tenido que enfrentar la miseria humana de algún modo: la distancia social transformada en soledad; la muerte cercana sin el abrazo colectivo en un velorio; el adiós  lleno de incertidumbre pero esperanzado al ingreso de un hospital; y por si fuera poco, una economía devastada. 

Los que tenemos uno o más compañeros animales,   vemos como la más sublime caricia emotiva el tener guardianes y compañeros incondicionales. Gatos, perros, conejos, cuyes, aves, (y alguno que otro animal silvestre que bajo el silencio y espacios desocupados, se acercan para recordarnos que existen),  han hecho nuestros días más llevaderos por el túnel ya largo de la inquietud.  Bajo el destierro de la  soledad, el tener a la mano el contacto físico, el poder ser escuchado, alivia en parte esta condena.  

Bien cabe  preguntarse: ¿Son ellos más felices al pasar más tiempo con nosotros? Aunque es difícil medir la felicidad animal, sí podemos afirmar que su instinto de manada se ve satisfecho: no hay como estar en nuestra guarida hogareña. Muchos de ellos - sobre todo los perros-, no salían con sus amos ni a dos metros de sus casas, ahora, los vemos con una sonrisa canina por las calles con su familia humana. Y qué decir de los que que su hogar era una azotea, tal vez conocieron la calle por primera vez (qué triste). 
Habrán muchos que al terminar la pandemia regresarán a sus costumbres de la soledad temporal durante el día, y, tal vez, tendrán su porción de felicidad pre pandémica, otros podrán sufrir el síndrome de la ausencia llamado Ansiedad por separación. 

Bajo una visión humanocentrista, los animales “nos pertenecen” y son los que deben honores a nuestra especie. El momento reflexivo es oportuno. Qué estamos haciendo por ellos, por la vida silvestre, por el maltrato, la sobrepoblación. Muchos perros y gatos  están en el exilio perpetuo de un hogar. Otros, perecen por hambre o bajo el tánatos automovilístico. 

 Si en un tiempo llegaron a ser  parte fundamental de la familia, ahora  se han acomodado en un rincón sentimental inconmensurable. Dotados de una sensibilidad ultraterrena, son nuestros compañeros en horas vacías, en momentos de angustia, de duelo, y de alegrías desbordantes. Son nuestras mascotas covid.  ¿Lo son todo?, quizás no, no son sanadoras, pero sí catalizadores de los males del alma. Tal vez somos un reflejo humano-animal de afectos, lengüetazos, caricias en el lomo, miradas comprensivas, ratos de compañía mutua, tristezas y alegrías compartidas. Y en estos lamentables tiempos, de muerte inesperada, descubrimos que en  algo nos parecemos: no podemos dejarnos notas póstumas, sólo recuerdos que fuimos buenos compañeros de viaje. 


sábado, 27 de junio de 2020

Movimientos Telúricos


Temblando vives, y el temblor advierte
Que aunque mereces muerte por tirano
Que tiene en despreciarte honra la muerte”
Francisco de Quevedo

Siete punto cinco grados sacudieron la Ciudad de México. Y como suele ocurrir ya desde hace muchos años, salimos a la calle con un miedo fragmentado: tenemos que guardar algo  para los “otros temores”, que son mecanismo de superviencia. Además,  el miedo se ha democratizado: los males son para todos. Bajo el panóptico social, la crónica toma diferentes dimensiones. Hay quien, como el soneto de Quevedo, lo hace poesía; otros, presagio (acaso no son suficientes); y para algunos movimiento adelantado (“¿qué no los temblores no son en septiembre?”). Pero para Oaxaca ha escrito una historia triste: hasta ahora diez muertos, diez tragedias. 
 La metáfora de los tiempos expresa sin límites la mitosis social hacia los acontecimientos en cadena. Hemos reproducido el temor que se ha convertido en una pandemia más. Como un efecto dominó hemos visto la vulnerabilidad del mundo, donde un lugar seguro parece imposible:
Wuhan, coronavirus-covid-19, pandemia, muerte, derrumbe de la economía, austeridad, pobreza, racismo, George Floyd, Giovanni López, Feminicidios, dolor, terremoto, Oaxaca. 
La certeza de qué vendrá mañana es  la cuestión. Cuando en  exiguo instante viene el optimismo, aflora lo real. Tenemos la mirada fija en el qué sucederá. 
 El ágora digital ha tomado la palabra. Elucubra, imagina, critica, censura, toma fuerza, pero a los pocos días se desvanece en el olvido.  Como desgarro social, las redes son la fuente inagotable de terremotos del descontento. Lo mismo acribillamos a los políticos, periodistas, o a un extraño enemigo. Después, escondemos la mano, qué más da, borramos el twit. Y retiemble en su facebook la tierra. La red del chisme nos ha hecho evolucionar. Bajo la premisa de Yuval Noah Harari, en su libro De animales a dioses, que  sostiene que el lenguaje evolucionó gracias al chismorreo practicado en las cavernas por  el  Homo sapiens, debemos pensar que la hipercomunicabilidad en la red social, ha  creado un nuevo lenguaje. Cierto o no, ha hecho más llevadero el trasiego del mundo (al menos en estos momentos de agitaciones de nuestro universo). 
 La fe mueve montañas, y los temblores mueven la fe. Hoy más que nunca, los movimientos telúricos sociales nos inclinan hacia la religiosidad. Una religiosidad que parte de casa, del encierro. Nada nos cuesta pensar, como dijo Bush, “Dios no es neutral, Dios está con nosotros”.  
La realidad rompe cotidianidades. Así lo sentimos el 23 de junio. Los movimientos telúricos no sólo han movido al mundo, a la tierra, han cambiado nuestra  perspectiva: somos vulnerables. 












lunes, 18 de mayo de 2020

Aplanando la curva


Nadie sabe lo que es realmente un abrazo hasta que lo ve prohibido. Tal vez resulte una metáfora banal y kitsch. Sin embargo, dados los acontecimientos pandémicos, y el desequilibrio social y económico, la metáfora podría justificarse. Ahora sí, como mexicanos nos dieron en nuestro mero mole (si aceptamos que somos fiesteros, apapachadores y que no le tememos a la muerte). Aislamiento social y sexual es la premisa si queremos sobrevivir a la primer plaga que nos tomó distraídos y soberbios. "A mí la calavera me pela los dientes", siempre y cuando no se me acerque, porque la muerte no tiene sentido, hasta que la vemos rondar muy cerca. El distanciamiento social alejó no solo el dinero de nuestros bolsillos, también a los enamorados que por whats up intentan mantener el amor a través de mensajes y fotografías. "No olvides que te quiero", "te necesito" y "muy pronto nos volveremos a ver".  "De lejitos mi amor, los hoteles de pasadita también pueden contagiar y los cerraron". Chin, eso no lo esperábamos. Ni modo, abstinencia de infidelidad. "Cómo carajo se nos antoja un abrazo, pero más vale manito". Ahora sí nuestro Dios Internet nos ha salvado, ¡qué seríamos sin él! 

Cuando la vemos cerca, la desgracia ya no nos es ajena, y dejamos de reír.  Como que vamos comprendiendo que la desgracia se vive dos veces: cuando sucede, y cuando la enfrentas. 

La nota roja ya no es exclusivas de periódicos de cinco pesos. Sin correr sangre, las imágenes traspasan nuestra conciencia desde los dispositivos electrónicos: piras funerarias en Ecuador; el hombre frente a la Catedral que se desploma; los sepelios sin amigos; y a la víctima humillada boca a bajo con un respirador. Ahora sí tenemos miedo. Y es que la muerte ya no respeta a nadie, alguna vez lo hizo y morimos de viejos; ahora se muere por contagio, y a montones. Hasta los perros dejaron de ser los mejores amigos, cayeron desde las ventanas en China y en quién sabe cuantos lugares más. 

Eso sí, la fe se mantiene firme. "Vamos a salir adelante, somos invencibles, los pobres son inmunes, que se preocupen los ricos que viajan". Los escapularios subieron de precio (qué bueno por los vendedores que luchan por sobrevivir), hay que colgarse uno y salir a las calles, vale madres, el patriarca lo dijo, el tata máximo por algo es viejo y sabio. Y comenzó el éxodo irresponsable hacia la tierra prometida: la calle. Ya cuando la vimos más en serio, regresamos (con el escapulario, por supuesto). El mesías ha llegado, déjemoslo partir para otras tierras a cumplir su apostolado. Amén.

También nos dimos cuenta que estar encerrados causaba violencia, el espacio vital entró en el terreno de propiedad privada. La madre contra la hija, la hija contra el padre, hermanos contra hermanos, todos contra todos. La señora diciéndole  a la esposo "tú si sales, por lo menos ves gente, yo sólo Netflix". La lucha por el poder, el control de TV, y los espacios  se resuelven en una dialéctica hegeliana de dónde ha salido el nuevo ciudadano: el que se quedó  en su casa.   En un revoltijo de pasiones ahí la vamos pasando, en fin, somos mexicanos y aguantamos. 

Lo que ya no aguantamos es pensar en que nos creíamos pobres. Ahora sí, en serio, somos nosotros más pobres,  pero la verdadera miseria la hemos depositado en los hospitales, o peor aún, en las entradas prohibidas  a los enfermos que se fueron a morir a su casa. La desesperación tarda en llegar, pero llega. Los eufemismos estorban, ahora llamamos la realidad tal cual es: cabrona. 

Ya se va aplanar la curva, dicen. Y viene el apotegma: "Cuando digo que la mula es parda, es por que tengo los pelos en la mano".  No-hay-pruebas-disponibles-ni-vamos-a-gastar-en-ellas, ya dijeron, aguanten, que la mula no es parda. 
Entonces cabe un silogismo:  no tenemos nada. Pero ya podemos ir armando el festejo, recordemos que en México sobran pretextos para celebrar: estamos aplanando la curva. 
Al fin y al cabo, el coronavirus no existe, son puros cuentos.



lunes, 6 de abril de 2020

Polvo



Cuando vimos a don Justo por última vez fue en el hospital del pueblo. Sólo quería que lo escucharan. “Estoy enfermo señorita, créame, tengo el coronavirus”, gritaba y gritaba sin que le hicieran caso. Después dijeron que un demonio oscuro se lo llevó para que no sufriera. Salieron  del hospital y los doctores lo vieron. “Así tenía que acabar por mentiroso, pobre viejo, hecho polvo”. “De seguro iba a morirse, para que gastar en él, si sólo tenía tos y fiebre, y el dolor de cabeza de seguro eran por sus locuras”.  “Recojan el polvo, no vaya a ser contagioso”. 

jueves, 26 de marzo de 2020

La ciudad sitiada

Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas.
Albert Camus (La peste)


Haya paz dentro de tu muros, y prosperidad en tus palacios. 
Salmos 122:7


Troya vivió diez años bajo sitio griego. El Caballo de Troya se introdujo sigiloso, hasta el corazón de la ciudad bajo el engaño y la astucia del enemigo.  Hoy, el enemigo, el Covid-19 ha entrado a nuestra ciudad y nos ha sitiado sin clemencia alguna. El Caballo de Troya y el jinete del Apocalipsis han cruzado las murallas. 


Tenochtitlan fue sitiada por los españoles, pero no fue el hambre el que aniquiló a Cuitláhuac  y a su pueblo: fue la peste. La viruela encontró sin escudo inmunológico a los pobladores de la gran ciudad del imperio mexica matando a un tercio de la población. 
Las murallas se hicieron para que fueran traspasadas. Así cayeron Constantinopla y Numancia. 


Camus, nos narra lo que hoy vivimos. En La peste (publicada en 1947),  Orán es la ciudad argelina que vive días terribles cuando las ratas dispersan la Peste bubónica, creando una crisis existencialista donde lo cotidiano no lo es más. Lo absurdo, sucede.  La ciudad entra en cuarentena y deja ver la fragilidad humana, la superstición, el miedo y, al final, la solidaridad. Hoy en el mundo cada país tiene una Orán en sus manos. 


Hoy, el coronavirus de Wuhan, ha dejado sus fronteras para explorar nuevos mundos, derribando murallas sin distinguir el poder de una nación. Y encontró al nuestro. El mal ha llegado a nuestras fronteras, las ha cruzado, invisible, imperceptible, eficaz, para amenazar nuestro pequeño mundo. Un mundo de por sí ya herido donde creíamos el enemigo estaba dentro.


Nos ha sitiado en nuestras casas, en un rincón de un mundo que creíamos perdido. De repente nos dimos cuenta que existía algo llamado hogar y que habíamos abandonado por lo menos en su concepto: hay que estar en casa, aún sea para no hacer nada. ¿Ahora que hago, si ya vi las noticias, la red social, ya comí, ya me dormí para olvidarme de la realidad? Nada, no voy a hacer nada. Descubrimos que también la nada existe. 


Pero existe un aislamiento que se encumbra más allá del físico: el espiritual. La de los enfermos en el limbo que no pueden ver a sus seres queridos ni recibir  la caricia de la mano querida que anima, o el consuelo para el último aliento. Es ahí, donde la paz dentro de nuestros muros existenciales son el último recinto que puede dar fortaleza. 


Como a  Cuitláhuac, la viruela moderna, nos agarró sin defensas. Ni los remedios caseros ni los escapularios presidenciales nos podrán ayudar. Aunque aún son pocos los muertos, una vida aún no se convierte en estadística. Y para no convertirnos en números macabros, estar sitiado nos conviene: no queremos ser los próximos. Sin embargo,a pesar de las restricciones, hay muchos que tenemos que salir, como en la antigüedad, a buscar el sustento, dinero y comida salvaguardando la familia. Pero la economía se ha detenido, el terror va ganando terreno y no sabemos qué pasará el día de mañana. Despidos de empleados y  negocios cerrados, quizás para siempre, se han convertido en un un mal sueño. 

La modernidad desolada de las grandes avenidas nos regresó al pasado, si no a uno mejor, sí a uno con menos tráfico.  La calles nos recuerdan tal vez a una avenida un miércoles de 1960 o un día festivo de los 70’s cuando habían 5 a 6 millones de habitantes en la llamada ciudad de México, la capital,  como le decíamos. Es bueno regresar al pasado, aunque sea por miedo. 



Nuestra Orán, como la de Camus, vive de la esperanza, pero también de la ciencia que trata de encontrar la vacuna y el tratamiento. MIentras tanto, el cerco solitario es el único que nos puede mantener a salvo. 


Nuestras murallas del pensamiento han caído. Nuestra concepción del mundo ha cambiado. La peste nos ha vuelto a la realidad: somos mortales. El autoengaño social nos ha encumbrado a un aislamiento mental digital. Y nos ha hecho sentir que somos infinitos. La egoteca en instagram nos hará eternos; facebook, grandes pensadores para dejar la herencia de nuestro “pensamiento”; la inmediatez del mundo, dioses.

Sin murallas,  la realidad nos ha golpeado para quedarnos en el último recinto: nuestra casa, quizás, para replantear nuestra simple mortalidad.