jueves, 17 de marzo de 2016

Festejo

Ese momento justo que precede a nuestra máxima emoción, es la felicidad detenida en el tiempo, en la frontera del sentimiento, que espera el segundo exiguo,  eterno.

Es ese suspiro que detiene el pecho y que parece brotar en una lágrima sonriente, en un recuerdo inesperado inaccesible en los triviales días.

Es la imagen inasible en unos ojos cerrados que, al abrirlos, sólo apreciamos nuestras manos hacia el cielo implorando la presencia de lo ausente, de la existencia que añoras indefenso.

Pero el esbozo de tu sonrisa calma tu exaltado espíritu  recibiendo la dicha del tiempo, la nostalgia que te abraza y reconforta.

Es el júbilo en el precipicio, vértigo amigo que invita al festejo, al vacío irreverente, al oscuro túnel del instante que en previa solemne estrofa te anuncia lo esperado.

El efímero festejo, la sonrisa franca y la cacofonía de carcajadas impetuosas, de miradas encontradas que dicen todo sin palabras, son la alegría que detenida en el tiempo ha ocupado su lugar en el mundo, ha nacido para morir en un eco de violentas muecas, abrazos y buenos deseos. Es la sublime llama que alienta el corazón y desenreda las sonrisas que, al nacer, como un niño, emiten sus primeros gritos.


El tiempo se va, las risas se apagan y llegan en pasos lentos al final de su vida para de nuevo esperar la emoción detenida en el tiempo, en ese segundo exiguo que parece eterno. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

Matute, un gato inolvidable

Envíos 

Matute, un gato inolvidable.

     Tendría yo seis años y recuerdo que mi primer responsabilidad, aquella que  me daba la oportunidad de explorar, conocer, tener sucesos inesperados, y por lo general, divertidos,  era jugar; la segunda, ir a la escuela. Eran días en los que los pasillos del edificio ubicado en Reforma 74 eran como un laberinto de aventuras.  Escaleras que me llevaban al patio de mis partidos de fútbol y  un pasillo que daba la vuelta por dentro del edificio era el preámbulo a las visitas de mis compañeros de juego.
   Todavía se escuchaban los tristes ecos de la tragedia de Tlatelolco y los vítores por las medallas del Tibio Muñoz; el éxito musical   "La Nave del olvido"  que  surgía de un radio de bulbos, servía de fondo a mi imaginación que me llevaba a un viaje para lo cual no compraba boleto de regreso, hasta que escuchaba la voz de mi madre que me traía de vuelta.
En ese edificio con sabor a alegría y donde la infancia fluía en un arroyo de emociones, tuve un encuentro con el que sería un buen amigo y,  aunque sólo estuvo unos cuantos días en mi casa,  siempre creí que habían sido años,  pero la eternidad se ha encargado de que esté siempre a mi lado.
En ese corredor que conducía a las escaleras para el patio, también daba acceso para subir a la azotea. Eran unas escaleras metálicas que estaban prohibidas, al menos que alguno de mis hermanos mayores nos subieran a los dos más pequeños que éramos mi hermana Norma Cecilia y yo.
Fue un sábado, libres de obligaciones escolares cuando comenzamos la odisea del día. Al llegar al encuentro de las dos escaleras y al bajar dos escalones para dirigirnos al patio central, un maullido y unas garras que producían un sonido desesperado por aferrarse al metal, llamaron mi atención.
Un pequeño felino que supuse era un cachorro, colgaba de la escalera y un par de niños intentaban separarlo para que cayera al vacío. De inmediato recurrí al único argumento del que podría echar mano: la amenaza.


¡La historia completa la podrás leer en en el libro Vida de Perros!
Envíos al mail luismartin001@gmail.com