Ese momento justo que precede a
nuestra máxima emoción, es la felicidad detenida en el tiempo, en la frontera
del sentimiento, que espera el segundo exiguo, eterno.
Es ese suspiro que detiene el pecho y que parece brotar en una lágrima sonriente, en un recuerdo inesperado
inaccesible en los triviales días.
Es la imagen inasible en unos ojos
cerrados que, al abrirlos, sólo apreciamos nuestras manos hacia el cielo
implorando la presencia de lo ausente, de la existencia que añoras indefenso.
Pero el esbozo de tu sonrisa calma
tu exaltado espíritu recibiendo la dicha
del tiempo, la nostalgia que te abraza y reconforta.
Es el júbilo en el precipicio,
vértigo amigo que invita al festejo, al vacío irreverente, al oscuro túnel del
instante que en previa solemne estrofa te anuncia lo esperado.
El efímero festejo, la sonrisa
franca y la cacofonía de carcajadas impetuosas, de miradas encontradas que
dicen todo sin palabras, son la alegría que detenida en el tiempo ha ocupado su
lugar en el mundo, ha nacido para morir en un eco de violentas muecas, abrazos
y buenos deseos. Es la sublime llama que alienta el corazón y desenreda las
sonrisas que, al nacer, como un niño, emiten sus primeros gritos.
El tiempo se va, las risas se
apagan y llegan en pasos lentos al final de su vida para de nuevo esperar la
emoción detenida en el tiempo, en ese segundo exiguo que parece eterno.

