jueves, 9 de enero de 2020

Noventa años

Noventa años

La edad nos cubre como la llovizna, 
interminable y árido es el tiempo, 
una pluma de sal toca tu rostro, 
una gotera carcomió mi traje
Pablo Neruda

Hijo, ¿cuando se me va a quitar esta enfermedad? ¿En cuánto tiempo? Dime”.
-Mamá, estás muy bien, es sólo con tiempo, ya verás que pronto estarás bien.
-Sí abuela, ¡mira, cada día estás mejor! ¿Quieres que te traiga tu tamal de dulce? Tienes que estar bien para celebrar tus noventa años. 
-Sí hijita, me gustaría mucho. 

Así hemos pasado momentos inolvidables con la abuela, así la nombro cuando estoy con mis hijas  y pasamos momentos insospechados, admirando la sorprendente memoria que resucita personajes con nombre y apellido que serían dignos de una novela de García Márquez; sueños que pudieron inspirar a Juan Carlos Onetti; historias tristes, de páramos, con los que Juan Rulfo hubiera escrito un cuento. 
Así es mi madre, una narradora incansable y elocuente que puede contar la misma historia como si fuera la primera vez y nos hace creer que es una más de su infatigable catálogo. Por momentos creo que ya conozco todas pero en cuanto recuerda algún personaje o fecha importante en su vida, me percato que nunca sabré todas las maravillosas narraciones que guarda en el baúl de sus recuerdos.

Unas manos suaves, de terciopelo se despiden de las manos cálidas de sus nietas. Al partir nos damos un abrazo y la bendición es un beso de madre que espera aún la motivación de ver a sus hijos al siguiente día. 

Y así, me pierdo en su mirada que recorre los caminos que la vida le ha regalado. Agrestes algunos, muchos de felicidad, otros de rebeldía y muchos de aventuras. 
Evoca su niñez como si fuera hace algunos días. El recuerdo de su padre es perenne y vuelve a ser una niña cuando la voz de él se convierte en un testigo y personaje de la Revolución Mexicana. La luces que comienzan a esconderse detrás de las montañas, acompañan con su silencio; el río murmura ecos de historias; la selva lanza sus gritos de un salvaje aliento.
El reencuentro con su madre no es menos emotivo: percibe el pan del horno en el rancho San Luis, donde por las tardes se adornaba la mesa de centro en una sala que se convertía en el eco de prolongadas charlas. 
En el eco del pasado reverbera los juegos con sus hermanos, las travesuras, los paseos a caballo, y las visitas a Salto de Agua, al pueblo que vería nacer a sus hijos, 
Entre sueños y la imaginación del pasado ve pasar su vida. La ilusión del amor al músico que con su poesía y su marimba la embrujaron con las noches de plata,  los cielos con sus parcelas de nubes amorosas y las estrellas furtivas que, en complicidad, la acompañaban en sus arrebatos de ternura. 

Ahora, a noventa años de aquel 1930, en la Ciudad de México pasa sus noches en espera, donde su vista alcanza ver un altar donde ha dejado su devoción: la patrona de los músicos, Santa Cecilia, mira al creador mientras sus manos acarician un piano; San Martín de Porres parece mover su escoba mientras un gato, un perro y un ratón se enroscan en sus pies; San San Martín Caballero le da su cápsula al mendigo; el Señor de Tila que triste ha extendido sus brazos; y Paulo VI asoma su efigie con la mano en alto en señal de bendición. 
El retrato de su difunto  esposo flanquea a Paulo VI y se deja proteger por los beatos. Son imágenes que vi desde niño, que se han desgastado por el tiempo, y que cada uno también guarda su historia. 

“Fueron setecientos pesos hijo los que me dio el padre Sutter para que nos viniéramos a México. Siempre le estuve agradecida. Yo ya había vendido todo cuando tu padre se arrepintió de partir. Pero ya no le quedó de otra. Así partimos a la capital en octubre de 1966”. 

Como un hito fundacional de la familia, se enorgullece por haber sido la estratega de una odisea que ya lleva cincuenta y tres años. Un orgullo que pregona por haber impulsado a su esposo a abrirse paso en un México lleno de oportunidades,  y también dónde ganarse el pan para cinco hijos no era fácil; pero dónde había amor y espacio para un sexto miembro. Así, los seis hermanos agradecemos siempre que nos haya traído a estudiar y dónde cada uno encontró un futuro lleno de posibilidades inimaginables. 

“Recuerdo a mi padre… los viajes a caballo, cuando las tardes se llenaban de anécdotas de la Revolución; de un mundo, que para una niña, eran historias fantásticas, heróicas”. 

Así pasaron las décadas y a brazo partido con mi padre nos llevó por un sendero que agradecidos estamos por toda la lucha que, desde su trinchera materna, nos impulsó a cada uno a seguir su ejemplo. 
Fueron los días de aquel Tlatelolco de los años sesenta, momentos difíciles. Recuerdo largas caminatas hacia el hospital del Isste cuando la amigdalitis hacía mella en mi garganta; horas de juego en la Plaza de las tres culturas; la visita a la iglesia de Santiago Apóstol, donde un San Sebastián de Aparicio con sus manos transparente recibía las promesas para el alivio de las enfermedades; y una marimba que yacía en la sala de donde mi padre se encargaba de crear los más hermosos sonidos de la madera que cantaba con sus manos. 

Hubiera querido ser doctora, aliviar y curar a los enfermos. Pero agradezco a tus abuelos todo el amor que me dieron, agradezco la vida que tuve, con una niñez llena de alegrías, en aquellos ríos de luz, de animales que me hicieron compañía: mi mono araña  Titina, mi puerquito, mi venada. Agradezco la vida, mis alegrias y mis tristezas”.

No olvida a cada uno de sus hermanos. A los que ya partieron les reserva un recuerdo entrañable, y a  su hermana Rosalba le manda plegarias por su salud. Ahora, la más pequeña, María Antonieta, es la voz que escucha dándole ánimos y le recuerda el entrañable afecto que le tiene.
Nunca deja de mencionar a Blanca, Rosalba, Dora, Carmen, Virginia, Luis y María Antonieta. 
A sus sobrinos que quiere y que han mostrado también el cariño por ella, les ha apartado un pedazo de su corazón. 

Hoy, hace noventa años, celebro su vida,  acaricio sus manos y aprovecho la oportunidad divina, ver su sonrisa unívoca, su mirada de luz de amor, sus manos vencidas, cansadas por el trasiego;  y su rostro: retrato sempiterno: caricia del tiempo.




Aurea Cecilia Gómez Flores, Rancho San Luis, 9 de enero de 1930.





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