lunes, 31 de diciembre de 2018

La última hoja

Hoy cae la última hoja. Cae lenta, y en un momento quisiéramos detenerla en su vaivén para retener toda su esencia: las ilusiones, los sueños frustrados, las  alegrías, triunfos,las enfermedades, ausencias.
Esa hoja marchita por el tiempo, seca,  que preconiza el invierno, es, sin embargo, la que ansiamos con emoción contenida; con la esperanza de momentos inolvidables;  de abrazos y el reencuentro familiar.
En ella están escritas las ciertas historias, el relato de nuestra vida. Aún también lo que no atrevemos a evocar: el fracaso, la pérdida, la frustración, el llanto. En un secreto pliegue lo hemos guardado, pensando que el olvido quedará sellado. Pero es cuando la magia reverdece esa hoja marchita y nuestra alma atraviesa el umbral del dolor en cada uno de nuestros malos momentos para sanar la heridas.
También se ilumina nuestro rostro con los éxitos, la sonrisa, la mañana de cada día,  del esfuerzo compensado con el premio cotidiano. Y lo más importante: saber que hemos realizado, lo que más amamos, por el simple goce de vivir.

Cae la hoja, y la levantamos con agradecimiento, la empuñamos y quizás se rompa por la vejez de su cuerpo. Abrimos nuestra mano y la dejamos ir, el viento invernal se la ha llevado lejos, al lugar de los tiempos, al sitio eterno.
Y vemos unos pequeños extractos, los empuñamos y nos percatamos que están ahí lo que somos: los fragmentos de nuestra realidad.
Como seres imperfectos ocultamos nuestra envidia, nuestro temor al fracaso; la enfermedad del espíritu que sabemos nos corroe más que la enfermedad física; los sueños perdidos, la ilusiones negadas.
Y atisbamos en la distancia la imponderable consecuencia de nuestros actos.

Nos vemos en la calle cerrada de aquel día  donde nos enfrentamos a la muerte. Y que la oscuridad nos dejó solos, con la sombra y el abismo de nuestro dolor en la soledad.

En una parte reseca, en un nimio fragmento está el agradecimiento, el que a veces olvidamos y rescatamos del olvido, para recordar los rostros amigos que nos tendieron su mano.

Y los fragmentos de la bondad florecen aún en el crudo invierno. La mano extendida sin cobro de las buenas acciones, se empuña con la alegría sin  ninguna recompensa. Y a lo lejos vemos aquella sonrisa, aquel bocado de pan que acudió al auxilio del amigo, al hermano o al ignoto hambriento que con sus ojos te miró agradecido.

La cita con el tiempo se acerca y esperamos el ensalmo final donde olvidamos diferencias y nos vemos como somos seres humanos que necesitamos el abrazo del otro.

Ha caído la última hoja y es ella la que enciende el fuego, y la llama que dará luz a nuestros nuevos pasos; a nuestras nuevas tristezas; a nuestros silencios cuando no hay voz para expresar el sufrimiento. Será la fuente de ilusiones, las esperanzas y los sueños que son el motor de la existencia humana.

Y así, el viento invernal se lleva la hojarasca, en el vórtice que arrebata los últimos pensamientos:  los rostros que en su inocencia y ternura tuvieron que partir en el inesperado instante de la muerte; recogemos nuestros pasos y abandonamos el camino para llevar nuestro espíritu a nuevos senderos, a los a veces inexplicables momentos que nos depara  la vida.

Desciende en suave murmullo
para dejar el recuerdo
la hemos tomado en la mano
nos ha llenado de sueños

Eres la última hoja
que ha marchitado el invierno
Eres la última hora
me has regalado tu tiempo

En mis trémulas manos  tengo
los más insignes momentos
la nostalgia en tus fragmentos
de los seres aún eternos

Te vas con el nuboso invierno
al perpetuo sitio del tiempo

Eres la última hoja
y la esperanza se asoma

Nostalgia eres ahora
de mis alegres momentos

Cierro los ojos y miro
la fortuna entre mis manos
y en un fortuito suspiro
te agradezco y te abrazo

En una melancolía
atisbo en el horizonte
te pierdo en la lejanía
en el viento y en la noche

Y en extraña sonrisa
veo de nuevo en mis manos:

Los más insignes momentos
la nostalgia en tus fragmentos
la alegría de esos tiempos
de los seres aún eternos

































martes, 4 de diciembre de 2018

Nagasaki y un hibakusha en México

El 9 de agosto de 1945 la penumbra y la muerte cubría el cielo de Nagasaki. Un B 29, bombardero de la armada estadounidense, dejó caer la Fat Man, la segunda bomba nuclear que cambiaría el horizonte de la Historia.
Aquella mañana morirían 35,000 seres humanos y a los pocos días la cifra aumentaría a 75,000.

Yasuaki Yamashita habitaba una zona montañosa cercana a la ciudad. A sus seis años de edad, jugaba con sus amigos aquel jueves de la tragedia impensable.

A setenta y tres años del terrible acontecimiento que dio  fin a la Segunda Guerra Mundial. El señor Yamashita es un incansable narrador testigo  de la desolación que enlutó a su país y a su su familia.

Vimos un bombardero sobrevolar la ciudad. Y como tantos aviones que habíamos visto pasar sin que sucediera nada, creímos era uno de ellos. Y observamos un paracaídas con un objeto extraño que caía lentamente”.

(La inocencia nos aleja de lo inesperado. Nadie imaginaba un segundo ataque después de el de  Hiroshima).

Vimos una luz como si fueran mil flashes que se encendieran al mismo tiempo. Nos cegó y de inmediato un estruendo monstruoso impulsó a mi madre a arrojarnos al suelo. Los cristales volaron en mil pedazos y, cuando abrimos los ojos, el techo y paredes habían desaparecido. Mi hermana sangraba de su cabeza por los cristales y mi madre iba en su auxilio”.

Esto escuchábamos el pasado 18 de octubre. Cita que el destino nos tenía preparada, a mi hija Claudia y a un servidor, para conocer de viva voz a uno de los pocos sobrevivientes de Nagasaki. El Instituto Matías Romero nos albergó esa noche donde los corazones sincronizaron la inesquiva tristeza que nos produjo el relato del señor Yamashita.

Como preámbulo, la cinta del artista visual Shinpei Takeda, nos había sintonizado en el mundo absurdo y cruel de la guerra. En un documental donde se escucharon voces ahogadas, trémulas y estremecidas por un llanto catártico.
La autoprotección del ser humano puede ser llevada al extremo:  sólo escuchamos el silencio. Algunos de los supervivientes encontraron, ante su entrevistador, la primera oportunidad quizás, de poder hablar de su pesadilla sin salida.

-No existen las palabras, el adjetivo que describa el horror de las imágenes que al paso me encontraba por la ciudad. - Nos Dice el señor Yamashita.

Su padre fue reclutado para la limpieza de la ciudad. Eso, sería la antesala de la muerte debido a las radiaciones que flotaban en esa realidad inconcebible. Su padre moriría unos días después.

Después de la derrota japonesa, el pueblo japonés tuvo que reconstruirse del cruel castigo de las bombas, pero el escarnio del desprecio y la discriminación, fue aún más cruel. Los hibakusha, como llamaron a los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, tuvieron que enfrentar, además de los efectos de la radiación, la ola expansiva del repudio social.

Nadie quería casarse con un hibakusha. Muchas mujeres se suicidaron; otros preferimos callar y pasar desapercibidos. El miedo a las enfermedades congénitas nos aisló. Y las enfermedades no tardaron en aparecer. Una anemia periódica me persiguió durante mucho tiempo. Preferí callar hasta. En 1968 tuve la oportunidad de huir para refugiarme en México.”

El señor Yamashita vio la oportunidad de dejar el pasado para colaborar en los Juegos Olímpicos del ‘68. Y encontró en México su nuevo hogar.  Siguió callando su pasado hasta que, su secreto se infiltró de voz en voz y fue invitado por un estudiante a dar una plática.

Tenía miedo y no sabía si podría hablar de lo que había callado por tantos años. Llegado el momento descubrí la liberación que me producía el hablar de aquellos momentos de muerte y desolación.”

Desde entonces, el hibakusha ha dado cientos de pláticas transmitiendo lo que él considera su mejor  mensaje y legado para la humanidad: “no más guerras, no más muertes y no más armas nucleares”.

Siempre tuve una duda: ¿Se puede perdonar, y a quién perdonar? ¿A los Estados Unidos o a su propio emperador Hirohito?

Me respondió diciendo que perdonar no sería la palabra adecuada, sino conciliar. Y nos compartió una anécdota que nos dejó claro el rencor a los Estados Unidos.

En una conferencia que darían en Nueva York. El nieto de Harry S. Truman se acercó al grupo de ponentes para poder hablar con ellos y solicitar un perdón de un acto ajeno pero que pesaba por su nacionalidad y su apellido. Fue rechazado”.

El tiempo hizo posible esa reunión y se convirtió en parte de un grupo que ha dejado su mensaje antinuclear por todo el mundo: habían conciliado.

Uno arroja una piedra al agua y se forma una onda. Otra es arrojada y crea otra. Muchas son vertidas y al final se forma una ola”.

Con esa metáfora, el señor Yamashita nos pidió ser esas piedras que con su eco podamos reproducir  su mensaje y llevarlo al mayor número de seres humanos para que nunca más se repita la sombra de la muerte nuclear.   

"Quedamos pocos hibakushas en el mundo. Pronto, quizás en diez años ya no quede ninguno. Ustedes, los que pueblan este mundo, deben evocar eso momentos trágicos para la humanidad. Platíquenle a sus amigos, hijos, familiares; y a cualquiera que esté cerca de ustedes".

Esta es nuestra pequeña piedra que esperamos se expanda y llegue lejos, y no se pierda en el abismo oscuro de la indiferencia.

Nunca más un Hiroshima, jamás otro Nagasaki.

Gracias Yasuaki Yamashita.

Gracias Claudia por permitirme aprender junto contigo.