lunes, 31 de diciembre de 2018

La última hoja

Hoy cae la última hoja. Cae lenta, y en un momento quisiéramos detenerla en su vaivén para retener toda su esencia: las ilusiones, los sueños frustrados, las  alegrías, triunfos,las enfermedades, ausencias.
Esa hoja marchita por el tiempo, seca,  que preconiza el invierno, es, sin embargo, la que ansiamos con emoción contenida; con la esperanza de momentos inolvidables;  de abrazos y el reencuentro familiar.
En ella están escritas las ciertas historias, el relato de nuestra vida. Aún también lo que no atrevemos a evocar: el fracaso, la pérdida, la frustración, el llanto. En un secreto pliegue lo hemos guardado, pensando que el olvido quedará sellado. Pero es cuando la magia reverdece esa hoja marchita y nuestra alma atraviesa el umbral del dolor en cada uno de nuestros malos momentos para sanar la heridas.
También se ilumina nuestro rostro con los éxitos, la sonrisa, la mañana de cada día,  del esfuerzo compensado con el premio cotidiano. Y lo más importante: saber que hemos realizado, lo que más amamos, por el simple goce de vivir.

Cae la hoja, y la levantamos con agradecimiento, la empuñamos y quizás se rompa por la vejez de su cuerpo. Abrimos nuestra mano y la dejamos ir, el viento invernal se la ha llevado lejos, al lugar de los tiempos, al sitio eterno.
Y vemos unos pequeños extractos, los empuñamos y nos percatamos que están ahí lo que somos: los fragmentos de nuestra realidad.
Como seres imperfectos ocultamos nuestra envidia, nuestro temor al fracaso; la enfermedad del espíritu que sabemos nos corroe más que la enfermedad física; los sueños perdidos, la ilusiones negadas.
Y atisbamos en la distancia la imponderable consecuencia de nuestros actos.

Nos vemos en la calle cerrada de aquel día  donde nos enfrentamos a la muerte. Y que la oscuridad nos dejó solos, con la sombra y el abismo de nuestro dolor en la soledad.

En una parte reseca, en un nimio fragmento está el agradecimiento, el que a veces olvidamos y rescatamos del olvido, para recordar los rostros amigos que nos tendieron su mano.

Y los fragmentos de la bondad florecen aún en el crudo invierno. La mano extendida sin cobro de las buenas acciones, se empuña con la alegría sin  ninguna recompensa. Y a lo lejos vemos aquella sonrisa, aquel bocado de pan que acudió al auxilio del amigo, al hermano o al ignoto hambriento que con sus ojos te miró agradecido.

La cita con el tiempo se acerca y esperamos el ensalmo final donde olvidamos diferencias y nos vemos como somos seres humanos que necesitamos el abrazo del otro.

Ha caído la última hoja y es ella la que enciende el fuego, y la llama que dará luz a nuestros nuevos pasos; a nuestras nuevas tristezas; a nuestros silencios cuando no hay voz para expresar el sufrimiento. Será la fuente de ilusiones, las esperanzas y los sueños que son el motor de la existencia humana.

Y así, el viento invernal se lleva la hojarasca, en el vórtice que arrebata los últimos pensamientos:  los rostros que en su inocencia y ternura tuvieron que partir en el inesperado instante de la muerte; recogemos nuestros pasos y abandonamos el camino para llevar nuestro espíritu a nuevos senderos, a los a veces inexplicables momentos que nos depara  la vida.

Desciende en suave murmullo
para dejar el recuerdo
la hemos tomado en la mano
nos ha llenado de sueños

Eres la última hoja
que ha marchitado el invierno
Eres la última hora
me has regalado tu tiempo

En mis trémulas manos  tengo
los más insignes momentos
la nostalgia en tus fragmentos
de los seres aún eternos

Te vas con el nuboso invierno
al perpetuo sitio del tiempo

Eres la última hoja
y la esperanza se asoma

Nostalgia eres ahora
de mis alegres momentos

Cierro los ojos y miro
la fortuna entre mis manos
y en un fortuito suspiro
te agradezco y te abrazo

En una melancolía
atisbo en el horizonte
te pierdo en la lejanía
en el viento y en la noche

Y en extraña sonrisa
veo de nuevo en mis manos:

Los más insignes momentos
la nostalgia en tus fragmentos
la alegría de esos tiempos
de los seres aún eternos

































martes, 4 de diciembre de 2018

Nagasaki y un hibakusha en México

El 9 de agosto de 1945 la penumbra y la muerte cubría el cielo de Nagasaki. Un B 29, bombardero de la armada estadounidense, dejó caer la Fat Man, la segunda bomba nuclear que cambiaría el horizonte de la Historia.
Aquella mañana morirían 35,000 seres humanos y a los pocos días la cifra aumentaría a 75,000.

Yasuaki Yamashita habitaba una zona montañosa cercana a la ciudad. A sus seis años de edad, jugaba con sus amigos aquel jueves de la tragedia impensable.

A setenta y tres años del terrible acontecimiento que dio  fin a la Segunda Guerra Mundial. El señor Yamashita es un incansable narrador testigo  de la desolación que enlutó a su país y a su su familia.

Vimos un bombardero sobrevolar la ciudad. Y como tantos aviones que habíamos visto pasar sin que sucediera nada, creímos era uno de ellos. Y observamos un paracaídas con un objeto extraño que caía lentamente”.

(La inocencia nos aleja de lo inesperado. Nadie imaginaba un segundo ataque después de el de  Hiroshima).

Vimos una luz como si fueran mil flashes que se encendieran al mismo tiempo. Nos cegó y de inmediato un estruendo monstruoso impulsó a mi madre a arrojarnos al suelo. Los cristales volaron en mil pedazos y, cuando abrimos los ojos, el techo y paredes habían desaparecido. Mi hermana sangraba de su cabeza por los cristales y mi madre iba en su auxilio”.

Esto escuchábamos el pasado 18 de octubre. Cita que el destino nos tenía preparada, a mi hija Claudia y a un servidor, para conocer de viva voz a uno de los pocos sobrevivientes de Nagasaki. El Instituto Matías Romero nos albergó esa noche donde los corazones sincronizaron la inesquiva tristeza que nos produjo el relato del señor Yamashita.

Como preámbulo, la cinta del artista visual Shinpei Takeda, nos había sintonizado en el mundo absurdo y cruel de la guerra. En un documental donde se escucharon voces ahogadas, trémulas y estremecidas por un llanto catártico.
La autoprotección del ser humano puede ser llevada al extremo:  sólo escuchamos el silencio. Algunos de los supervivientes encontraron, ante su entrevistador, la primera oportunidad quizás, de poder hablar de su pesadilla sin salida.

-No existen las palabras, el adjetivo que describa el horror de las imágenes que al paso me encontraba por la ciudad. - Nos Dice el señor Yamashita.

Su padre fue reclutado para la limpieza de la ciudad. Eso, sería la antesala de la muerte debido a las radiaciones que flotaban en esa realidad inconcebible. Su padre moriría unos días después.

Después de la derrota japonesa, el pueblo japonés tuvo que reconstruirse del cruel castigo de las bombas, pero el escarnio del desprecio y la discriminación, fue aún más cruel. Los hibakusha, como llamaron a los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, tuvieron que enfrentar, además de los efectos de la radiación, la ola expansiva del repudio social.

Nadie quería casarse con un hibakusha. Muchas mujeres se suicidaron; otros preferimos callar y pasar desapercibidos. El miedo a las enfermedades congénitas nos aisló. Y las enfermedades no tardaron en aparecer. Una anemia periódica me persiguió durante mucho tiempo. Preferí callar hasta. En 1968 tuve la oportunidad de huir para refugiarme en México.”

El señor Yamashita vio la oportunidad de dejar el pasado para colaborar en los Juegos Olímpicos del ‘68. Y encontró en México su nuevo hogar.  Siguió callando su pasado hasta que, su secreto se infiltró de voz en voz y fue invitado por un estudiante a dar una plática.

Tenía miedo y no sabía si podría hablar de lo que había callado por tantos años. Llegado el momento descubrí la liberación que me producía el hablar de aquellos momentos de muerte y desolación.”

Desde entonces, el hibakusha ha dado cientos de pláticas transmitiendo lo que él considera su mejor  mensaje y legado para la humanidad: “no más guerras, no más muertes y no más armas nucleares”.

Siempre tuve una duda: ¿Se puede perdonar, y a quién perdonar? ¿A los Estados Unidos o a su propio emperador Hirohito?

Me respondió diciendo que perdonar no sería la palabra adecuada, sino conciliar. Y nos compartió una anécdota que nos dejó claro el rencor a los Estados Unidos.

En una conferencia que darían en Nueva York. El nieto de Harry S. Truman se acercó al grupo de ponentes para poder hablar con ellos y solicitar un perdón de un acto ajeno pero que pesaba por su nacionalidad y su apellido. Fue rechazado”.

El tiempo hizo posible esa reunión y se convirtió en parte de un grupo que ha dejado su mensaje antinuclear por todo el mundo: habían conciliado.

Uno arroja una piedra al agua y se forma una onda. Otra es arrojada y crea otra. Muchas son vertidas y al final se forma una ola”.

Con esa metáfora, el señor Yamashita nos pidió ser esas piedras que con su eco podamos reproducir  su mensaje y llevarlo al mayor número de seres humanos para que nunca más se repita la sombra de la muerte nuclear.   

"Quedamos pocos hibakushas en el mundo. Pronto, quizás en diez años ya no quede ninguno. Ustedes, los que pueblan este mundo, deben evocar eso momentos trágicos para la humanidad. Platíquenle a sus amigos, hijos, familiares; y a cualquiera que esté cerca de ustedes".

Esta es nuestra pequeña piedra que esperamos se expanda y llegue lejos, y no se pierda en el abismo oscuro de la indiferencia.

Nunca más un Hiroshima, jamás otro Nagasaki.

Gracias Yasuaki Yamashita.

Gracias Claudia por permitirme aprender junto contigo.













sábado, 13 de octubre de 2018

Misterio

¡Qué es la vida sino un misterio!
¿Acaso vemos el ignoto vacío más allá del
horizonte?

Las sombras no se extinguen, 
ni el alma que le dio la luz 
a los húmedos ojos
que alegraron nuestros días 

Y el aliento  sepultado es un coro de séfiros
que acaricia nuestro rostro 
en murmullos amorosos

Del polvo se construye un  silencio, 
pero renace  el más hermoso recuerdo
De la hojarasca de invierno
reviven los huertos

Del ocaso viene la noche, y de la bruma oscura
 el esplendor de la mañana 

Con los recuerdos se esculpe nuestra vida,
 la vida que es un misterio

De las sombras vienes amigo, 
a recordarme tu ausencia 

Con las sombras vienes, 
y me has sorprendido 
para decirme:
¡Qué  aún estás conmigo! 

Y te veo a mi lado,
y nos quedamos mirando,  
pensando y sonriendo que la vida, la vida y la muerte,  son un misterio


Para Titán,  ¡mi más querido y noble amigo!









sábado, 11 de agosto de 2018

Las lágrimas de Gloria

Los mejores viajes  son ese retorno al pasado para el que no necesitamos comprar un boleto.  
Así me sumerjo en el laberinto de la distancia para recordar las lágrimas de Gloria. 
Jamás vi tanta agua escurrir por la fatalidad. 

A los siete años no pensaba en la muchacha que  ayudaría  en el hogar, sino en lo novedoso de tener un integrante más en casa. 

Gloria había subido cumbres y montañas, había dejado atrás su pueblo y habíamos cruzado el camino de las aventuras: los vagones del ferrocarril. 

Y con ella otro personaje más que algo extraño viajaba en primera clase: un pollo. Un pequeño animal que apenas mostraba un sedoso manto que intentaba ser un verdadero plumaje. 
Así, tras kilómetros fantásticos con la compañía de  Gloria y Cornelio llegamos a la capital, a México,  como solíamos nombrarla. 
Una vez que arribamos a casa, el departamento de Fray Servando Teresa de Mier del edifico 882 fue testigo de la entrañable compañía en que Gloria se había convertido para mí. A pesar de su juventud, la creía tan distante en el tiempo: ¡qué lejanos podrían podrían ser sus dieciocho años!


Al menor descuido era ella que me reprendía para que cuidara a Cornelio. “Sácalo de su casita, necesita caminar”. Y era entonces cuando Cornelio corría, y yo tras él. “Debes ser bueno con él, aliméntalo con migajas de pan y de afecto”.  

Así, los meses con sabores encantados y el desasosiego infantil, pasaron frente a mí creyendo en la imperecedera felicidad. 
Gloria. sin duda,  se había convertido en alguien importante. Su voz era mi conciencia, pero también una voz amiga. 

Pero esa sonrisa se apagó un día. Sí, en aquel día insospechado, de esos que no deseas nunca se aparezcan en tu camino. Mi madre fue la portadora de la mala noticia. Gloria lavaba  ropa en el fregadero. El teléfono sonó,  y, tras levantar la bocina: una expresión de tragedia. 
Gloria dio unos pasos desde la cocina hacia la sala y ahí vi la mirada del mal momento. 
Yo no sabía nada acerca de la muerte, o al menos era un territorio lejano de mis pensamientos. Cuando la imaginaba,  era distante, anecdótica: la mejor muerte es la ajena. Así, cuando escuchaba las historias del tío que murió en tal lugar y tal año; la niña que pereció en un accidente, eran penas lejanas, no mías.
Pero en aquel instante de lágrimas, el mal día había llegado. 

No, pensé,  no era posible que Gloria estuviera triste. Sus ojos se cubrieron con esas manos endurecidas por el trabajo. Y escuché un lamento que imaginé era la expresión del corazón herido. Y unas lágrimas imperturbables cayeron en cascada para liberar  el dolor y humedecer el alma. 

La imagen del lamento y la pena de Gloria fueron interrumpidas por la voz de mi madre que miró al piso con un  grito de asombro , dejó ver que se había inundado. Eran demasiadas lágrimas, mucho el dolor. Ahí, de pie, observé aquella muchacha que acababa de enterarse de la muerte de su padre.

Me quedé ahí, con un silencio perturbado; con el sollozo de la desgracia, con Cornelio en su encierro esperando sus migajas,  y un piélago cristalino: las lágrimas de Gloria. 



domingo, 5 de agosto de 2018

Elecciones presidenciales, el Ágora y los camaleones políticos.


No hay nada más corrompible que los incorruptos. Poco entrenados como están a la tentación, cuando ceden no conocen ya límites.
Indro Montanelli

En tiempos de cambios, política y Poder. La frase de Montanelli nos recuerda la fragilidad humana: no hay hombre que se rinda al canto de las sirenas. Sólo algunos, como Ulises,  que escuchó el bello canto sin ser devorado y pudo ver la monstruosidad de esas bellas damas que masacraron a los hombres.  

Pero para los camaleones políticos los llamados al poder suelen ser bellas melodías que aprenden a sortear, logrando el hueso del perro que satisface su apetito voraz. 

En la Ágora, en la arena política mexicana se  acaba de levantar el polvo para dejar a la Izquierda el camino libre para gobernar. Un hito que,  además de dejar a un lado a los partidos hegemónicos, nos deja una gran caja de Pandora donde los demonios se han soltado aun  cuando no se ha entregado la estafeta. 

Aún más, el Ágora digital fue testigo de las más inusitados combates en las redes sociales. Las afinidades partidistas marcaron una distancia acre entre amigos, enemigos y familias. 
Amigos se ofendieron aclamando a su candidato preferido; familias enteras confrontadas por la pasión, ahora, solo un silencio enemigo. Los debates en Facebook fueron innumerables y, además, llenos de agravios cargados de un rencor social. 

Ya tenemos presidente, y como cada seis años, la esperanza de Pandora lo único que nos deja es la ilusión, que para nuestra desgracia, se desvanece en los primeros meses de mandato. 
Para los que nacimos por esos años de los sesentas, el famoso dedazo era el rayo del todopoderoso Dios que señalaba a su sucesor, “y te aguantas pueblo, no hay más”.
Aunque esos tiempos lejanos nos dejaron un pequeño trauma al parecer ya superado, la política actual no deja de darnos un pequeño escalofrío cuando el camaleonismo se hace presente. 

Los Fouché y Talleyrand, de la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico, supieron serpentear entre la guillotina, los girondinos, jacobinos y sobrevivir a Waterloo.
 Pero en tiempos más lejanos, Alcibíades, el ateniense, cambió de bando y de lealtades a su muy sabia conveniencia.

Ya se asoman los dinosaurios, los Alcibíades, los Fouché, que conocen muy bien cómo cambiar de color y de lealtad ideológica: del tricolor, al blanco, y del amarillo al moreno. 
Ese camuflaje moral con coraza de cinismo, se hace presente hoy más que nunca en este México, donde al fin y al cabo, todo se vale. 

Al parecer el tiempo perdona todo, y, el que en un tiempo causó el encono de la izquierda, hoy es el mesiánico   salvador  al subir al pedestal de la Energía Eléctrica. Sin duda, como dijera Carlos Fuentes, hay un México que se niega a morir. 

 Como el zarismo de la la monarquía Rusa que renació  con Kruschev, Brezhnev, y ahora Putin, el caudillismo mexicano amenaza con implantar la figura que  nos salvará de todas las calamidades nacionales. Un estigma que por desgracia el pueblo es el principal renovador de tan ferviente tradición. 

¿No ha llegado el momento de exigir respuestas?, ¿del cambio desde el mismo individuo?, ¿de practicar las virtudes ciudadanas?, ¿es muy difícil ser honesto, justo, respetuoso?, ¿no es el momento de exigirnos a nosotros mismos un mejor nivel educativo y cultural? Y estas preguntas retóricas van también para los dirigentes del nuevo Estado Mexicano. 

El Ágora espera el debate hablado, la discusión sin argumentos ad hominen, cara a cara con la civilidad de respetar las diferencias ideológicas y aceptar que el adversario puede tener una opinión distinta. 

En México ganó la democracia, ¿hará la política un país mejor del que ya tenemos?







domingo, 17 de junio de 2018

Rusia 2018*



Ha comenzado la odisea del Campeonato Mundial de Futbol. Y cada país vivirá por 32 días, una esperanza. Para algunos confirmar que su equipo mantiene su status de campeón, para otros quizás, la ilusión de la primera vez, y otros más, el anhelado quinto partido. 

Pareciera que todo comenzó en 1970 y Brasil. Cuando México adoptó la nacionalidad carioca por un largo tiempo. No importaba ya que nuestro seleccionado nacional hubiera perdido: éramos brasileños. La copa Jules Rimet se alzó por tercera vez para un equipo y estaría en su hogar definitivo: Brasil. Díaz Ordás parecía haber olvidado la matanza del 68. y  sonreía mostrando sus caricaturescos dientes.  para entregar a Carlos Alberto, la ansiada copa. 

Pero la historia nos dice que antes de esa gran fiesta deportiva hubieron otras batallas y acontecimientos insospechados. Goles fantasmas, porteros milagrosos, estadios tristes y semidioses,  a los que se les dio categoría cósmica: astros del futbol 
El drama, el mito, y las heroicas gesta futboleras, han sido material para el imaginario de numerosos escritores y periodistas deportivos. El mismo Esquilo hubiera deseado estar presente en Maracaná en 1950 para describir la tristeza y las lágrimas de un pueblo que llora su más terrible derrota, y, quizás, la hubiera titulado igual que como es conocida: La Tragedia del Maracaná. 

La cuna del futbol vivió su gran momento en el también lejano ‘66. Bakhramov, que no es un jugador, sino el árbitro que dio por bueno el Gol Fantasma. El serbio afirmó siempre que sí fue gol y que en  su país todos afirmaron que el balón había cruzado la línea. Inglaterra tenían cuentas pendientes después de la Segunda Guerra  Mundial y con esta victoria asestaba dos derrotas a Alemania: haberle  ganado la sede del mundial por siete votos,  y alzar la copa en Wembley. 

Si esa fue la Edad Media del balompié, el balón siguió rodando para llegar a la era moderna transformando el deporte en el espectáculo de masas como hoy lo conocemos.  Pero su esencia no ha cambiado. Al fin y al cabo todos persiguen el esférico que sigue creando historias memorables. 
Y en la narrativa siguen quedando la derrotas, los los villanos y los héroes que a veces han necesitado a  Dios que se entromete dándoles “una manita”. 
Pelé nos mostró al guerrero creativo y sus goles mitológicos; Maradona nos sorprendió con su talento y que además los semidioses pueden ayudarse de la Mano de Dios; y Messi implora y ve al cielo esperando su Deux Machina que lo lleve a la gloria. A lo lejos se ve a Ronaldo, que ha dejado la discreción para incluirse en los Grandes del balompié. 
La derrota es más recordada que la victoria, queda clavada en el pecho y no sana ni con el tiempo: nos deja el recuerdo de lo inmerecido. 
La derrota, al igual que la tragedia griega, es dolorosa, lo imposible sucede, aún invocando a los dioses. La tragedia del Maracaná; Holanda y su eterno subcampeonato, y nuestro mayor encono y frustración: “no era penal”.

Ahora, Rusia escribe su historia, sobre un hermoso  telón de fondo: la Plaza Roja, el corazón de la impenetrable histórica Moscú; San Petersburgo, el sueño de Pedro el Grande; Siberia y su frío eterno. El balón rueda, ya también la imaginación. 
Lo impensable sucede, las grandes batallas nos dejan la épica, material para los poetas y los amanuenses que esperan al Homero del siglo XXI les dicte las más fascinantes historias. 
Los fantasmas del pasado siguen presentes: Beckenbauer corre con un brazo herido; Pelé debuta a los dieciséis años; México es el equipo que recibe el primer gol de la copas mundiales; Johan Cruyff, y el futbol total. 

El balón que gira nos despierta ilusiones, el silbato anuncia  la epopeya, la imaginación construye el  castillo para la defensa heroica, aún sabiendo que los ladrillos tal vez, no soporten la artillería. 

Quizás lo mejor es no ser el campeón del mundo, esperar la ayuda bondadosa del destino, y no esperar el quinto partido. Sino dejar en el recuerdo el esfuerzo en la cancha a pesar de las heridas, el partido del siglo, y los goles que producen esperanza. 

*Dedicado a mi hija Claudia Fernanda, futbolera, apasionada del deporte y defensora a muerte de los colores nacionales. Y que me ha hecho sentir la maravillosa sensación cuando ataja la jugada peligrosa o anota un gol con sus poderosos y mágicos pies. 


domingo, 6 de mayo de 2018

Cincuenta y cinco

La noche, la música lejana de las maderas sonoras  eran el canto que animaba a al mujer que esperaba con ansias a la criatura. En aquel pequeño Salto de Agua, el calor de mayo acariciaba las hamacas que a ritmo unísono adormecía al pueblo. 

En aquel 6 de Mayo de 1963, esperé paciente mi nacimiento. Había estado nueve meses en ese confortable rincón del vientre materno. Sería el quinto integrante de la familia y, otro músico,  diría mi papá unas horas después que se enterara de la noticia. La fe nunca sobra. Mi madre había iniciado oraciones al recién canonizado  Martín de Porres, que justo un año antes, el 6 de mayo de 1962, había recibido tal merecimiento del Papa Juan XXIII. Con fervor religioso había comenzado la novena al santo el día 28 de abril. 
Por la noche llegaría la legendaria comadrona del pueblo, doña Maco (hipocorístico de Marcolfa). A la luz de las velas y en aquel cielo que asomaba su mirada  con sus estrellas, partera y parturienta esperaron lo que parecía inminente.
Sentí unas manos suaves y tiernas, trémulas tal vez de emoción, o de  un pequeño temor, ese que,  aún con la experiencia, es inevitable. Sentía el latido de algo enorme que con gran fuerza me empujaba con ritmo, y que expresaba algo que después supe era lo que llaman amor. 
Un lago a mi alrededor se agitaba y me sacudía incesante.
También sentí otras manos, más fuertes y decididas que me empujaban hacia el túnel de la vida, hacia ese oscuro y feraz canal de parto, el único camino posible en aquellos años de esos rincones del estado chiapaneco. 

Marcolfa, acomodó a Cecilia Gómez, mi madre, en una cama sin colchón. Los dolores eran ya muy fuertes. “Le voy a hacer un té de valeriana en gotas del dr Castro, para relajar, mezclado con té de canela”, dijo la docta partera. 

Un céfiro blandía los rostros que contemplaban las sombras de las ramas con vida de la abundante y misteriosa selva. El viejo Puente de Hamaca se mecía con alegre vaivén. El croar y los aullidos del monte eran la pequeña sonata que alegraba la oscuridad. El lamento de las estrellas, un canto, una sinfonía. 


Comenzaron los entuertos y justo a las tres de la mañana hace cincuenta y cinco años, 
mi llanto fue la alegría que desató la tormenta de lágrimas, de la maternidad consumada, del dolor transformado en bendición. 
Lloré y ya no sentí ese tibio y agradable mar donde había estado todos esos meses. Pero unos brazos amables y una voz que reconocí de aquellos ecos de los días en la oscuridad, calmaron mi miedo al mundo desconocido en que me encontraba. 
Se hablaron madre y comadrona. Y ambas observaron mis abundantes cejas, mi piel arrugada y, aunque ese pequeño de tres kilos no era más que un nuevo humano, recibió inmerecidos cumplidos. 
Después supe que Manuel Quiñones Herrera, mi padre, había  estado en el festejo del 5 de Mayo desde las cuatro de la mañana cumpliendo sus obligaciones cívicas. La marimba, como ave canora, llevaba sus notas para alegrar el recuerdo de la insigne batalla de Puebla. Corcheas, compases y silencios daban vida a los sones del sureste. 
Llegó a la casa y me tomó en sus brazos y, por extraño que parezca, durmió en la hamaca y en las primeras horas del amanecer partió hacia algún sitio desconocido con algunos amigos a una obligada celebración. 
Por cierto, me nombraron Luis Martín. 
Luis por mi abuelo materno, un capitán veterano de la Revolución, que cuando crecí, idealicé como héroe de la historia,  y se incrustaría en mi imaginario, en maravillosas aventuras como un capitán Alatriste revertiano que tuvo sus batallas no como tercio, sino como guerrillero, no con picas y arcabuces,  sino con pistolas y máuseres. 

Martín ya imaginarán el porqué. Cecilia Gómez, había jurado a mi padre que sí era varón, llevaría el nombre del santo, al que había implorado por días. Y que le respondió llevando a buen término la odisea del alumbramiento. 
Para mi madre fui su Aquiles, el bienaventurado ser tocado por las fuentes de las benevolencia de fuerzas superiores, aunque yo sé que soy un simple mortal y mi debilidad no está en el talón,  sino en el corazón, en  es ese espíritu soñador que a veces lleva al hombre a la perdición. 

Escuché voces que después tendrían rostro y serían importantes en mi vida. Mis hermanos, tíos, que llevaban  en esas voces los mejores augurios. También escuché un triste sonido, un lamento que después supe era el sacrificio de una de las gallinas de la casa. ¿Ofrenda a algún Dios? No, era para el consomé que daría nuevas fuerzas a la madre. 

Así, a pasado el tiempo que no diluye los recuerdos: el pasado jamás nos deja. Ahí, en aquel pequeño hogar, en ese pedazo de tierra cálida, quedó más que un simple ombligo: mi origen. 

Lo que no tiene edad y perdura en el tiempo, es el agradecimiento. Hoy, aquí estoy recordando aquella epopeya, a los héroes, a las manos suaves, a las manos amigas. 

No pude haber tenido mejores padres. Cecilia Gómez, como druida gálico, tuvo el encanto de una voz maravillosa, de narradora extraordinaria que me dio el mejor regalo: la imaginación. Y Manuel Quiñones, con sus maderas mágicas, me enseñó los sonidos más hermosos, la mayor de las artes: la música. 

Ahora los sonidos son otros, el ruido de la calle me adormece, una llovizna nostálgica alegra esta mañana de mayo. Las manos que me acompañan siguen siendo amigas.  Cobijado de los mejores deseos, de las voces afectuosas,  el Aquiles sabe de  sus muchas debilidades como las de cualquier ser humano. 
Hoy, celebro, mis cincuenta y cinco años. 

miércoles, 21 de febrero de 2018

Arqueología de los muertos

Dejamos rastros, recuerdos para los otros que siguen con vida. Todo lo que hacemos y dejamos como evidencia de nuestra existencia es el hallazgo arqueológico de nuestro legado. Papeles, fotografías, correos electrónicos, ropa, escritos, notas en la cartera. Anécdotas, conversaciones, sueños incumplidos, silencios. 

Un rompecabezas donde es imposible armarlo como fue en vida, mas bien como un imperfecto plano con el que se intenta reconstruir un edificio  antiguo. Idealizado y armado con el cristal de la benevolencia, se resbala de las manos que lo acarician y se rompe como una taza antigua que toma una extraña forma, la verdadera, quizás,  que nos hace más humanos. 

Sólo nos pertenece aquello que hemos perdido,  dice Borges. La ausencia física deja sólo el eco de las voces que un día rompieron el silencio, que hacemos nuestras. Son las entonaciones que el alma deja para ser escuchada. 

Nuestras cenizas son el sustrato con el que nos reconstruyen al modo como quieren recordarnos. 
Los huesos dispersos que tratan de articular para darle forma a ese cuerpo que gozó, y que se deformó por el andar en el tiempo, y que al final del camino se entrega como cumplimiento irrevocable de un contrato.

En el desentierro del cadáver, emanan los olores, ese singular y sutil aroma  pero que identifica a la persona. Se hacen más presentes que nunca, llegan como inesperada visita a la nariz y al fondo del alma del sobreviviente. Una prenda o un sitio es el depósito de sustancias que queremos detener en el tiempo, que no borre la huella que hemos dejado. Al paso de los años, en cualquier momento se reactivan los rincones cerebrales y evocan aquel instante, tal vez aquel viaje, o una tarde que fue el  preludio a la sosegada voluntad envuelta en las cobijas. 

Pero en el hallazgo  quedan los inexplicables momentos, aquellos que intentarán descifrar, para dar sentido a esa vida ligada a nuestros pasos. “¿Qué me quiso decir aquel día, que bajo intensa lluvia, no escuché mas que el constante bullicio del agua sobre el cristal?, ¿por qué aquella herida mortal del engaño?, ¿qué ocultaba bajo aquella coraza de silencio?, ¿porqué la soledad era el refugio de los agotados días?”

Los sonidos regresan, intangibles, imperecederos. La voz no envejece después de la muerte. Siempre es  la misma, ese tono y color que hizo único al que hizo uso de ella.  La voz buena, la de los halagos. También serán las voces del enojo, del reproche, de la exigencia que como seres imperfectos usamos muchas veces para herir al otro. Alguna canción será el sonido melodioso que nos coloque en algún año, en algún lugar y en un emotivo acontecimiento. 

Bajo la lupa indagatoria del suceso rastrearán las imágenes buscando en las esquinas algún objeto que explique aquella mirada, aquella sonrisa o esa tristeza que llenó el espacio. 

El afán del ser humano de descubrir el pasado desenterrando las reliquias, excava en lo más profundo y realiza descubrimientos asombrosos. ¿Qué atisbo deslumbrante hay en ese hombre muerto?, ¿por qué el afán de descubrir lo que estuvo a la vista y pasó de largo?

El día menos pensado se  tropieza con el objeto secreto del difunto: una carta, un correo electrónico que no va dirigido hacia la pareja de vida, un mensaje en el celular. ¿Descubrimiento o encubrimiento? El que descubre, como un agente secreto, sabe que el muerto supo encubrir muy bien el hecho. No hay nada que hacer,  solo aceptar que  no fueron los únicos que merecieron un e-mail , la arcaica carta o un SMS. Pero también sabrán que no supieron seguir las pistas que dejamos. 

De pronto aparece un elemento que el arqueólogo no contempla: los sueños. En el onírico mundo se pretende descifrar el símbolo. Los  extraños sucesos del subconsciente pueden ser la tormenta o el consuelo. Reconforta ver y sentir al cuerpo del ausente, y en el despertar se confunden la vida y las sombras mortales. Se escuchan conversaciones que jamás sucedieron, un surrealismo que a la mañana siguiente: ¡Sí!, claro me quiso quiso decir tal o cual mensaje, me está previniendo. Es, un decir: ten cuidado. Los llamados desde la muerte presagian, y a veces atormentan al soñador. 

Por último: la pregunta condenatoria: el porqué. La razón de la partida a destiempo (siempre la muerte no es a tiempo). Los hallazgos al lado del muerto poco ayudan. La piedra que se encuentra a su lado, la olla de barro, las herramientas en la mano del cadáver, no son suficientes para encontrar la causa de la ausencia. Es la pregunta que sólo el tiempo responde y la llamamos resignación. Y esa resignación se convierte en la posteridad en el mundo interior donde el ser querido se queda para siempre, en ese recuerdo que hace un lado la pregunta para darnos cuenta que el pasado, jamás nos deja. 


sábado, 27 de enero de 2018

Momentos


Momentos

 La luz intangible. Silencio. Ausencia. 
Una lectura que  conduce al paraíso, a la imaginación que no encuentra un horizonte donde descansar la esquiva mirada, es,  inmerecida recompensa de la avidez de conocer ese mundo todavía indescifrable: las páginas fantasmas. Esas que jamás se leerán completas pero es el gozo la espera:  cita de amor que  tal vez, nunca suceda. 

Tres pares de ocelos que de vez en cuando cercioran la presencia de un amo que parece pernoctar en un sueño interminable. Suspiros intercalados entre caricias, las migajas amorosas con las que se conforman. 

Escuchar la interrupción del silencio, esos pequeños intrusos que recuerdan que la realidad existe: un ave canta; el viento acaricia las hojas de un árbol creando una extraña melodía; y más allá profundo, algún recuerdo evoca las palabras extraviadas en el tiempo.

La ausencia, ese vacío del espacio, el irrevocable latido del pensamiento que en el eco escucha las voces del pasado, y ve, en irónico destello,  la imagen invencible de sus seres amados. 

Y el sublime cautiverio de la indómita palabra arrebata la conciencia, vorágine infinita que vuelca el pensamiento apresando el espíritu que,  en vano intento de abandono,  se sumerge profundo en el dilecto mar de la poesía.