sábado, 30 de diciembre de 2017

Ana de Cleves, Enrique VIII, Holbein y el Photoshop


Enrique VIII es, sin duda, uno de los personajes de la historia que atraen las miradas. Y si uno voltea a ver la historia del rey, es inevitable pensar en  sus célebres esposas y con cada una de sus intrincadas vidas. Sin duda, para muchos, la cabeza de Ana Bolena es la que más miradas atrae. Pero cada una de ellas tiene su encanto histórico y anecdótico. 

No podríamos olvidar a Catalina de Aragón que tuvo que soportar el ostracismo que le fue impuesto por el Rey,  para dejarle el paso libre a Ana Bolena. Aunque el precio de la nueva flamante reina, como ya lo sabemos, fue hospedarse en la Torre de Londres para capitular su destino.

Joana Seymur le dio su máximo deseo: el único varón anhelado, pero como la Piel de zapa de Balzac, ese hijo le arrebató algo de vida al Rey y la vida completa de su más amada esposa. Justo es que Enrique y Joana se encuentren sepultados en la Capilla de San Jorge en Windsor.

Siguieron Ana de Cleves, Catalina Howard  y Catalina Parr. Howard, por su infidelidad al rey es conducida al cadalso un trece de febrero de 1542. 

La última Catalina es la compañera en la vejez de Enrique. Fallece un año después del Rey a la edad de 36 años.
 ¿Y qué pasa con Ana de Cleves? 

Un día  me hallé frente a su sepulcro. La ignorancia es la fuente de la sabiduría pero también del asombro. Caminando por la Abadía de Westminster, apreciar su arquitectura y poner los pies sobre siglos de historia, conmueven. Los sepulcros y los nombres de Charles Dickens, Isaac Newton, Charles Darwin y el rey zanquilargo Eduardo I, colmaron mi  desbordado interés por la historia. 

Pero el encontrarme con que Ana de Cleves gozaba del privilegio de aposentarse junto a  tan notables personajes,  fue el abrupto giro que me llevó a una alegría insospechada. 
¿Cómo la más insignificante, no bella, despreciada por Enrique VIII, llegó hasta ahí?

El Lord Chambelán, Thomas Cromwell, fue el promotor para que el rey la tomara como su cuarta esposa. Hábil político y estadista, tuvo a bien promover el matrimonio y para ello se valió del pintor Holbein el joven, pintor de la corte que fue enviado a Alemania para retratar a la “hermosa” princesa de Flandes. 

Sí ahora el photshop oculta arrugas, crea ilusiones vanas, y milagros faciales, los pintores de la corte podían hacer obras a la medida de los intereses políticos de la realeza. 

Fue así como Ana de Cleves posó para Holbein, que escondió las imperfecciones para un rey que, a dos años de viudez, necesitaba una esposa joven y bella. Fue la obra el reflejo imaginario que el pintor plasmó en el lienzo en aquel año de 1539 y que, ante el asombro de Enrique VIII, permitió el arribo a Londres de la futura reina. 

La desilusión es la fría realidad que nos abre los ojos para ver la imperfección que nos hace más humanos. Pero para el poderoso monarca la desilusión lo condujo a un matrimonio no consumado de sólo seis meses y dejó para la historia la frase que haría conocer a Ana de Cleves como “La yegua de Flandes”. 

Pero el rey Enrique fue benévolo con Ana permitiendo viviera en la corte como “La hermana del rey”. No lo fue, sin embargo, con Thomas Cromwell, a quien culpó de su desastroso  breve matrimonio y ordenó su ejecución en la torre de Londres.

Si los píxeles nos engañan hoy en día con nuestra foto de perfil, el lejano siglo XVI también tenía grandes artistas que alteraban la realidad a la medida.  Holbein pudo conservar su trabajo y su cabeza y, para su propia fortuna, no tuvo más  encargos conflictivos. 

Ana de Cleves sobrevivió al rey, y el día de su muerte mereció un funeral digno de una monarca y es la única de las esposas de Enrique VIII que se encuentra en la Abadía de Westminster. 

De pie, admirado por la sorpresa, el sepulcro de tan singular reina me hizo pensar en su afortunada ausencia de encanto, pero también  en la gracia suficiente que tuvo  para conservar su cabeza, en un reino donde se podía perder, aun siendo la más bella. 



miércoles, 29 de noviembre de 2017

Soneto de invierno



 
Me bastó tu alegría y tu sonrisa
Idilio de unos sueños compartidos
Caminando los senderos del destino
Nos abrazó la dicha con su brisa
 
De la glacial y tímida aventura
Escuchamos el rebato del invierno
Que en pausados momentos de locura
Intimidó nuestros pasos con su viento
 
Dejamos nuestras sombras que ahora ausentes
Caminando en silencio en los recuerdos
De ese tiempo de alegrías inocentes
 
Compartimos el epígrafe de un  sueño
Vislumbrando en tu sonrisa la simiente
De aquél glacial e imperturbable invierno



martes, 31 de octubre de 2017

Eterna niña

¿Estás bien mi niña? Niña fuerte,
Imperturbable, 
 callada, que ve el dolor ajeno
 para desde lejos, ocultar el suyo.
Aquí está mi hombro, el que ausente un día
 ansía ser el ensalmo de tus lágrimas.
   
Niña tierna, que ante los soplos del infierno,
es tu poesía la que responde.
Ante lo adverso: tu sonrisa.
 Ante la afrenta: tus sueños.  
Inventas ilusiones, esperas la brisa suave,
 la caricia afable del amor sincero.

Eres la  mujer en ciernes que
el amar conjuga en prosas mágicas
donde la amistad sincera
la inventas en tus cuentos.

Ven mi niña, aquí está mi mano,
toma un tiempo  que se haga eterno.
Mi pequeño ser inquieto que
 con sedientas ilusiones de saber exploras
los secretos del mundo,  y
en incómodos desvelos descansas tus ansias
de llegar tan lejos

Con tu pálida calma esperas el momento
y  con tus mejores aciertos alimentas
el fuego álgido de
 la escuálida esperanza

Ven mi niña,
Descansa, ya no enciendas la luz de tus tormentos
ya no bebas las sombras de sabor extraño
 que en acequias tercas navegaron a tu lado.

Toma el tiempo
 y apaga la vehemencia que llevas dentro
 calma tus pasos, toma mis manos,
caminemos por los  impávidos senderos,
cuando la tarde nos muestra sus agotadas luces.
Recorramos ese mundo de mutuas y lejanas tierras,
de los viajes en el tiempo y de las letras
con las que sólo tú y yo nos comprendemos.

¿Estás bien mi niña?
Apaga la luz, reposa tu anhelo,  aleja el desvelo,
 calma las ansias añejas de llegar tan lejos,
toma mi mano, toma la senda
y  el tiempo que recorre la ausencia,
 cierra tus ojos para que encuentres
el silencio,
en el profundo cielo que viste de negro
  
Niña tierna
eterna niña
guarda en tu armario tus empeños
guarda tus versos en tu almohada
esconde tus miedos en tu alcoba

Que en silencio, cuidaré
 tus sueños.



jueves, 21 de septiembre de 2017

Terremoto

   Los que vivimos el terremoto del ‘85 -hace  treinta y dos años-,  pensábamos que no podría haber otra tragedia similar. Que un fenómeno de tal magnitud no podría repetirse en la Ciudad de México, estábamos a salvo. 
     El movimiento telúrico del siete de septiembre de 8,1 grados nos recordó que la tragedia puede estar a la vuelta de la esquina, sólo es cuestión de asomarse y ver la desgracia. Nos volvimos a sentir vulnerables, inermes,  ante el impulso de la naturaleza que parece por momentos apocalíptica y profética. 
     Ya sabíamos que septiembre es el mes de los temblores y se prepara el simulacro in memoriam por el diecinueve del ochenta y cinco.  Lo que nunca nos hubiéramos imaginado es que el mismo día, treinta y dos años después, la muerte estuviera acechando y nos esperara debajo de un escombro. 
     La memoria guarda bien aquellos sucesos que dejan tinta indeleble. El recuerdo de edificios caídos, de niños sepultados en los hospitales, de multifamiliares convertidos en polvo, de esperanzas perdidas, nos hace brincar de inmediato cuando un sismo de tal magnitud nos alcanza y sentimos cercana la tragedia. No fuimos los pocos que corrimos despavoridos y que de inmediato sabíamos que habría desgracias. 

     Las malas noticias son veloces. Pero no siempre fue así. En la época colonial las hojas volantes, una especie de periódico que se repartía ante sucesos extraordinarios, podía llegar a manos del pueblo hasta con un año de retraso. Así se supo del terremoto de Guatemala de 1531, hasta 1532. 
    Luego siguieron el periódico propiamente dicho, la radio, la televisión hasta llegar a nuestros días donde al instante  miles de personas transmiten mensajes por Twitter y Facebook. 
    El nuevo 19 de septiembre y su inmediatez informativa nos tranquilizó a muchos,  pero nos destrozó de inmediato al ver las imágenes de edificios convertidos en nada, y nos paralizó al saber que un colegio de kínder, primaria y secundaria ya contaban sus muertos.
   También  nos hizo pensar que las redes sociales no sólo albergan las soledades humanas, y que lo banal puede ser sustituido de vez en cuando. 
    Con el día fatídico, el apocalíptico 19, con una nueva generación, demuestra una vez más que la tragedia le toma el pulso a la solidaridad y a la generosidad. Virtudes que el tiempo no desgasta ni envejece. Y hoy más que nunca se renovó con los miles de jóvenes que acudieron a socorrer a los caídos. Sin distingo social ni económico, la solidez moral se ha demostrado una vez más en el México que por momentos se tambalea, cae y se vuelve a levantar. 
    La experiencia nos dice que faltan días aciagos, de lágrimas, de un paréntesis emocional que espera ser cerrado con las frías estadísticas,  pero con la reflexión de que la materia humana es más fuerte cada vez que sobrevive a la catástrofe. 

    
     

lunes, 7 de agosto de 2017

Trenes, aviones y un pueblo en la montaña


“La avioneta Cessna volaba a tres mil metros de altura y el poblado a la vista parecía incrustado en una roca gigantesca, en una montaña donde nos esperaba el Cristo milagroso que nos bendeciría sin condiciones”.
            Regresar  a la tierra que alimentó mis primeros años era la ilusión  infantil que creaba un mundo fantástico; un retorno a esa felicidad que no comprendemos pero nos hace tan dichosos.
            La aventura iniciaba en la estación Buenavista, sitio que se convirtió en el comienzo de muchas aventuras fantásticas. La memoria es esquiva y sólo recuerdo que tendría menos de seis años. Eso me permitía ciertos privilegios: no preocuparme de qué comer, cómo dormir, y en qué entretenerme. Mi voz se remonta a aquellos años donde rescata momentos escondidos, arrinconados en el aún corazón infantil.
            “La nave surcaba el cielo y pequeñas nubes graciosas y juguetonas nos envolvían por momentos, y otras más discretas sólo pasaban a los lados como huyendo del motor que nos impulsaba por los aires. El sonido cercano de motor de la Cessna no era impedimento para la conversación. Escuchaba a mi tío Luis Gómez dar pequeños gritos, algunas que otra carcajada  de vez en cuando mientras intercambiaba palabras con mis padres. Yo observaba  como conducía la avioneta como si lo elevara con un simple giro de sus manos.. No me intimidaba cruzar el cielo, sabía que el piloto era el mejor del mundo y eso me bastaba para ir al fondo en un reducto de la avioneta y crear un universo de sueños y fantasías que sólo mi infantil mirada podía inventar.”
             
            Buenavista y sus rieles infinitos no podían ser sino el  presagio de muchas anécdotas. El sonido de la locomotora era imponente, llevaba tras de sí los vagones vacíos de historias para poder inventar las nuestras. Los minutos se nos hacían horas y, el entusiasmo de abordar aquel tren que nos trasladaba a la fantasía, era el delirio. Sabíamos que vendrían los  paisajes y una existencia no cotidiana que exaltaría nuestro espíritu.  Ver los caseríos a la salida de la ciudad, la gente que miraba aún con asombro los vagones, las luces que a lo lejos que se perdían pero aparecían otras hasta que se hacían menos frecuentes, nos hacían pensar cada vez menos en nuestra pequeña guarida familiar que abandonábamos con alegría y con tristeza. Y es que subir en primera clase a esos maravillosos trenes, disfrutar las horas que tal vez eran muchas, ver los fuegos que se encendían en las alturas de los árboles, se convertía en un inexplicable sueño.


           
                        El primer tramo del viaje nos permitió llegar a Veracruz, para tomar un taxi que nos llevara a Coatzacoalcos, a la ciudad del petróleo. Aunque divertidos, y no obstante dejar las vías mágicas, sabíamos que venía algo muy emocionante: surcar el cielo.
            El campo aéreo era como un campo fantasma, el viento acariciaba nuestros rostros y por momentos quería, en su arrebato, intimidarnos.
            “¿Ya va a  llegar mi Tío Luis Mamá? ¿Falta poco?”
Un sonido lejano nos hizo brincar de alegría, la máquina que impulsaba la Cessna 185 llegó hasta nuestros oídos y muy pronto la silueta alada mostró sus pequeñas franjas amarillas y provocó brincos y sonrisas.
La espera había valido la pena, vimos cómo se enfiló el avión para tomar pista y después de unos segundos se estacionó brevemente para que mi tío nos saludara y de inmediato nos condujo para acomodarnos en nuestros lugares. Yo sabía cuál era el mío: la cola del avión.  
“La emoción del viaje aeronáutico se ensombrecía por un fuerte dolor de oídos.  Sólo eran unos instantes, pero era el terror. El llanto de los niños seguro  les preocupaba a la tripulación".
            Después de una hora y media de vuelo, sabíamos que nos esperaba un sofocante calor y un húmedo Salto de Agua, que visto desde las alturas, presagiaba el pronto encuentro con abuelos, tíos y primos: una alegría infinita.
            “¿Cómo podría describir mi emoción al ver a la familia agitar las manos,  sus sonrisas y sus gritos no escuchados desde el cielo?”
            Eran días donde el juego parecía lo único importante del mundo. Horas eternas de un regocijo infantil, aún inocente donde ir al quiosco y  tomar una soda de variados sabores y colores era suficiente para pasar el mejor momento.
            Después de unos días el viaje debía continuar para ir a esa tierra ignota que nos esperaba arriba en una montaña, verde, espesa y que tenía guardado los secretos del Cristo Negro: el Señor de Tila.
            “La nave encendió el motor, despegó y pude ver la vegetación oscura, por momentos impenetrable del pequeño Salto de Agua, su río que parecía no tener fin serpenteaba debajo de nosotros hasta que lo  perdimos, pero que sabía nos esperaría fiel a nuestro regreso”.
Partimos del pueblo y de nuevo la Cessna extendió sus alas para conducirnos a ese misterioso y singular sitio de peregrinaciones donde los milagros eran, para los que ya lo habían vivido, motivo de agradecimiento; y para lo que aún no,   esperanza ante la adversidad.
A unos pocos minutos ahí estaba esa roca inmensa que nos esperaba con su gente, sus costumbres y sus calles repletas de seres que tenían la más grande esperanza en su Cristo redentor.

Asombro, alegría, emoción, tal vez fueron los primeros sentimientos que nos provocaron recorrer esas calles llenas de un pueblo que celebraba la llegada de los  peregrinos. No faltó la foto familiar frente al templo, en  esa iglesia a la que con devoción entrarían mis tíos y mis padres para bendecirnos con agua bendita para una   imperecedera salud.
Recorrimos las calles de Tila. La fe se desbordaba por sus pequeños callejones. Antes de ver al Señor milagroso, un camino repleto de almas murmuraba las promesas, los sueños, que se mezclaban con los gritos de ofertas de suculentos platillos regionales y de vendedores de recuerdos.   
            La anhelada visita al interior del templo nos permitió admirar al Cristo de ébano que con sus brazos abiertos, callado, nos recordaba el dolor de la humanidad. También apreciamos los infinitos exvotos,  muestras de agradecimientos de los más insospechados favores recibidos.
            Después de inolvidables días, de la promesa cumplida, de la visita añorada a Tila, Chiapas, nos despedimos surcando el cielo dejando a lo lejos  a la montaña, su Cristo, los milagros  y nuestros recuerdos.

            “La Cessna emprendió el vuelo,  entre asombro y temor: el abismo.   Terminaba la pista en un vacío donde tras  los primeros cien metros del despegue ya volábamos  a quizás trescientos o más metros de altura, un pozo profundo que provocó una extraña sensación en mi estómago. Y desde la falda del cerro vi como la iglesia se hacía cada vez más pequeña, mientras nos rodearon nubes espesas que fueron ocultando a la montaña hasta perderla de vista”.
            Salto de Agua nos esperaba para continuar nuestra aventura. La avioneta surcó el cielo y a los pocos minutos lo vi desde las alturas  rodeado de espesura, de un verde follaje, con su  tierra que  atrapaba la luz del sol para recibirnos con su calor interminable.  Y ahí, impasible, entre caseríos y sobre sus fieles vías, a la locomotora que  nos conduciría   al retorno del hogar en la Ciudad de México.
“Aunque son más de cuarenta y cinco años desde aquel encuentro con el cielo, los trenes y el Cristo Negro, no dejo de sentir la vibración de la poderosa locomotora, el suave vuelo mágico, el calor de aquellas tierras, la fe de un pueblo,  pero sobre todo abrazo los fragmentos entrañables: las sonrisas, la generosidad de  mi tío y  la espléndida familia que nos recibía con un sincero afecto”.







           

            

viernes, 16 de junio de 2017

19 de septiembre de 1985

Ahí estaba, mirando hacia el suelo con unos ojos aún  iluminados por la esperanza. Cuando lo vi, me dio mucha tristeza. No era posible que hubiera quedado algo de humanidad en esos escombros. No. Un edificio de 15 pisos era una lápida mortuoria.    Esa mañana del 19 de septiembre  salió temprano como siempre a hacer sus necesidades. Había un jardín que compartían perros, gatos y uno que otro amigo del alcohol. 
Una señora que visitaría una de las familias decía con una voz desesperada "¡hay muchos muertos, los sepultó el temblor, Dios mío perdónanos!" La mujer tuvo que ser desalojada de la zona de riesgo. 
Ahí seguía el perro olfateando, rascaba e insistía en recuperar algo de vida, aunque fuera un hilo de olor que lo acercara a sus rincones favoritos;  a esa ropa que asociaba a descanso, protección, familia, hogar. Eran las ocho de la mañana cuando el destino nos había cambiado todo.  Las ambulancias recitaban en coro un canto de lamentos, de ese dolor sin tregua que nos iguala en la desgracia; las campanas que a uno de niño lo inspiran a querer ser bombero,  era un tañer de música macabra.   Camillas, sangre, gritos, heridos, muertos, muchos muertos, niños llorando, mujeres gritando. Y ahí seguía él...

Lee el cuento completo en el libro Vida de Perros.

jueves, 1 de junio de 2017

Veinte años no es nada


         Aquel día cuando lo vi por primera vez, ya tenía los años encima, pero esta vez fue diferente. Además de sus  diecinueve años,  un camino interminable de enfermedades le habían hecho compañía. Siempre había pensado que llegado ese momento, no sería el mejor día. Pero no dejaba de admirar su entereza: desvencijado el cuerpo, pero no el espíritu.  "Debe estar hecho de una materia extraña, de esa que no encontramos todos los días", pensaba. Durante las tres últimas visitas, una pregunta rondaba alrededor de él: ¿serán sus últimos días?

¡La historia completa la encontrarás en el libro Vida de Perros! 
pedidos al luismartin001@gmail.com










Por trescientos pesos

La gata era una siamés, sus ojos dos cielos claros que gritaban su dolor; se le veía el miedo en la mirada, la angustia punzante,  pero aún con la esperanza entera. Nunca había visto algo parecido, sus maullidos era un canto de queja, de un sufrimiento que sólo las hembras pueden sentir. Hacía dos meses que había encontrado a un felino dispuesto a amarla, a seguir el grito de la naturaleza para perpetuar la especie. Después de un duelo de garras y colmillos, el macho con alma de tigre la convenció de que él era el indicado para ser el padre de sus hijos.
Comía como nunca, pedía el alimento con  maullidos exigentes que eran bien correspondidos. Si no manjares, sí el pollo que no faltaba en la mesa. Eso sí, con huesitos para el calcio. Su carácter cambió: se le dilataban las pupilas, se acostaba de lado  y un movimiento de cola suave que golpeteaba al piso era el símbolo de la felicidad misma. ¡Ah!, por que había que verla, yo no sé nada de animales pero para mí que esa gata estaba ilusionada por la maternidad. Y me preguntaba: ¿Es diferente lo que siente un animal a un ser humano? ¿Cómo saberlo? Mi imaginación  era un jardín sembrado de delirantes pensamientos que se deshojaban por las noches. Y es que también yo,  soñaba con escuchar muy pronto los maullidos infantiles. Bajo una luz tenue, que se asomaba por mi ventana, podía verla con su vientre abundante de esperanzas.  “Han de ser cuatro o cinco los hijos, con tremendo abdomen, no pueden ser menos”,  pensé, mientras un sereno jazmín la protegía con su sombras y aromatizaba la tibia noche. Ahí estaba, con paciencia, esperando el momento justo.  
            
¡La historia completa la podrás leer en el libro Vida de Perros!
Envíos al mail luismartin001@gmail.com




martes, 24 de enero de 2017

Recibí tu fotografía aquel día. Las horas habían pasado bajo el manto frío del invierno. No fue una sorpresa saber de ti, sino las imagen impresa en estos tiempos donde una imagen puede ser tan vana como un insignificante cristal de nieve en la montaña. Sentado frente a la ventana que tanto ansiaba abrir para ver pasar el tiempo, vi ese rostro que, una alegría extraña, desconocida,  te había provocado una sonrisa. Ese brillo que sólo un inusitado amor produce, una mirada húmeda que en rías llevaba tu esplendor al mar. 

Cerré el cuaderno de mis notas para abrir tu carta para encontrarme consólo dos  palabras: ven pronto. 

No conprendía la razón de enviar un sobre, una nota y una fotografía, cuando pudiste enviar un mensaje al celular o un correo. Pero sabía de tus locuras y como te divertías con cada una de ellas. 

Tenía que entregar el tercer capítulo de mi próxima novela y habían pasado ya dos meses en que nos hicimos la promesa de ausentarnos. 


lunes, 2 de enero de 2017

Sin herencia

Mientras viajo a más de 300km por hora los pensamientos cada vez son más lentos y caminan más hacia el pasado que al futuro. Al pasado inmediato que casi siempre es más vano que valioso. Al inmediato recuerdo, al que parece imperdurable, deshechable pero que con el tiempo añoramos. 
Pero una noticia me sorprende (el título ya es de conflicto): "ya puedo desheredar a mis hijos."

Entonces escucho el balbucir del remoto y antiguo pensamiento (los acontecimientos lejanos parecen convertirse en oro mientras más pasa el tiempo, como el vino que ha pasado mucho tiempo en barrica). Vienen a mi mente aquello que, quizás, vale la pena remembrar (volver a dar forma a ese cuerpo sin brazos pero ahora se moldea con  manos fantasmas y lejanos caminos recorridos), ese pasado que me siento obligado a heredar.
El tren sigue su andar ineludible hacia su destino final. La noticia puntualiza:
La ley permite apartar a la prole en el testamento. 

Ahora resulta que produce felicidad dejar a los hijos sin nada:  pensé que heredar era como  garantizar mi eternidad en los hijos. 

La pregunta (que no es retórica) me acosa: ¿acaso tengo algo que heredarles?:  puedo  decir que poco o casi nada. 

El tren que va con el tiempo de su lado, como un fiel compañero, inseparable, me hace pensar en lo innecesario de mi existencia. El tiempo viaja, para llevarme a la cita del destino:  es sólo un fragmento al que espero sobrevivir y llegar a la siguiente estación. 

Entonces mi vanidad, esa humana y mal oliente debilidad me atrapa: sí, sí puedo dejar algo: un recuerdo. Tal vez se convierta en humildad si estoy en el vértice de esta virtud tan ausente, tan falsa que llevamos disfrazada. 

¿Que será aquello que sin frivolidad pueda heredar? 

Mi pasado, podría ser el comienzo. Aquellos recuerdos de mi infancia que dejaron luz en mi vida: los viajes en tren a la tierra que nutrió mis primeros años; mis pequeñas grandes aventuras de la imaginación; los sueños que, aunque no realizados, son el sustento diario para el alma.

Mi biblioteca, vasta pero incompleta. La certeza siempre llega a tiempo: "padre no tiene los libros que me gustaría leer". 
Y quizás, el libro que siempre quise que leyeran será el que las acompañe una noche de insomnio. Tal vez se dediquen a buscar aquel libro que siempre ambicioné a leer pero el tiempo venció al deseo. 

Los rieles inmanentes llevan la nave a su final. 
El paisaje sorprende, pero su brevedad lo vuelve pasado de inmediato. 

"Las peticiones en las notarías se reciben por miles", dice la nota. Se saturan para poder librarse de una herencia antes forzada. 

Pero la herencia invencible será la de las horas de juego, los momentos de imaginación colectiva que bajo complicidad de amigos, terminaron en sonrisas. 

El altavoz anuncia la llegada, el final de la lectura, el bullicio de puertas y ruedas de equipajes me devuelven la conciencia y la brevedad humana: ahora sólo soy el recuerdo de este trayecto. 

Camino de Madrid a Valencia diciembre 2016.