sábado, 23 de agosto de 2025

El poeta y sus amores imposibles

 Soñé que la ciudad estaba dentro

del más bien muerto de los mares muertos

era una madrugada del invierno

y lloviznaban gotas de silencio

 

No más señal viviente, que los ecos

de una llamada a misa, en el misterio

de una capilla oceánica a lo lejos

 

De súbito me sales al encuentro,

resucitada y con tus guantes negros

 

Ramón López Velarde (fragmento del poema El sueño de los guantes negros, póstumo 1921)

 

El poeta y sus amores imposibles

La creación, la poesía, necesita de la incertidumbre, de los días aciagos y la resequedad del alma que aun,  en su agonía, extrae los jugos del corazón. El trasiego sentimental suele ser el meandro que fertiliza la imaginación y crea la melodía de fondo donde levitan las historias  en silencio.

 Ramón López Velarde  no sólo  deambuló por las calles de la capital mexicana, también lo hizo por un periplo de amores y desamores que lo acompañaron en su breve pero apasionada vida. En ese viaje apresó las mieles y las amarguras, requisito vital de un enamorado incansable,  quien no concebía la vida sin el riesgo de los desaires femeninos. En  su jardín poético cosechó los versos de sus musas, la prosa de cauces profundos y disímbolos donde navegan los misterios, los autoengaños, las desesperanzas. Con la alquimia de sus letras creó una bebida sabrosa que degustaba en aquellas tardes aturdidas sólo por el tiempo.

 

En su viaje incansable, los paisajes invadidos por su mirada se abrían como  horizontes donde sus pensamientos cincelaban recuerdos  hasta dar forma a    besos furtivos, a caricias  imprevistas, al  roce de unas manos; esculpía la apetitosa y ansiosa carne de su amada. Alguna mañana,  todavía intacta de disturbios, escuchaba los gritos de sucesos nuevos, las conversaciones o los arrullos melodiosos de unas aves.   Por los rieles viajaba su imaginación, suspiraba inhalando el aire húmedo que  evocaba  labios y  los sabores de unos besos angustiados por una despedida impostergable. 

Aun no terminado el cruce de las calles, deambulaba con su color negro inmutable hasta llegar al reposo de algún parque, quizá en una alameda donde los  cantos recordaban la música de las palabra:  dulces melodías de sirenas enamoradas que arrullaban sus oídos sin resabios. Sin dudarlo, su espíritu reposaba   en la oscuridad de algún templo barroco, bajo la sonrisa de ángeles protectores a quienes confesaba, en secreto, sus desconciertos, y también  sus pasiones más certeras. Agradecía  al Creador sus soledades, los encantos perdidos y elevaba una plegaria a sus recuerdos.

 Ya en la noche, con el reposo del trasiego, escuchaba su propia voz repitiendo indecisa los nombres de  amores antiguos. Una mirada se extendía a la distancia para acariciar sus pensamientos,  que se plasmaban en versos, en inconmensurables  líneas que, sin saberlo, atravesaban  los pasos del tiempo. Y en un resquicio  del  sueño,  balbuceaba  nombres, Josefina, María, Margarita, y evoca aquellos  ojos  inusitados de sulfato de cobre.

 Con el alba, un pregón lejano lo despierta con su eco. La realidad se asoma con la luz del día y recuerda la brevedad del hombre, y sabe que la muerte viste con unos guantes negros. Escribe en versos sus temores, sonríe, recuerda sus amores imposibles y, con su silueta  oscura, inmutable, se pierde y recoge sus pasos por  el último camino  que  lo conducirá  hacia la posteridad.