Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos
era una madrugada del invierno
y lloviznaban gotas de silencio
No más señal viviente, que los ecos
de una llamada a misa, en el misterio
de una capilla oceánica a lo lejos
De súbito me sales al encuentro,
resucitada y con tus guantes negros
Ramón López Velarde (fragmento del poema El sueño de los guantes negros, póstumo 1921)
El poeta y sus amores imposibles
La creación, la poesía, necesita de la incertidumbre, de los días aciagos y la resequedad del alma que aun, en su agonía, extrae los jugos del corazón. El trasiego sentimental suele ser el meandro que fertiliza la imaginación y crea la melodía de fondo donde levitan las historias en silencio.
Ramón López Velarde no sólo deambuló por las calles de la capital mexicana, también lo hizo por un periplo de amores y desamores que lo acompañaron en su breve pero apasionada vida. En ese viaje apresó las mieles y las amarguras, requisito vital de un enamorado incansable, quien no concebía la vida sin el riesgo de los desaires femeninos. En su jardín poético cosechó los versos de sus musas, la prosa de cauces profundos y disímbolos donde navegan los misterios, los autoengaños, las desesperanzas. Con la alquimia de sus letras creó una bebida sabrosa que degustaba en aquellas tardes aturdidas sólo por el tiempo.
En su viaje incansable, los paisajes invadidos por su mirada se abrían como horizontes donde sus pensamientos cincelaban recuerdos hasta dar forma a besos furtivos, a caricias imprevistas, al roce de unas manos; esculpía la apetitosa y ansiosa carne de su amada. Alguna mañana, todavía intacta de disturbios, escuchaba los gritos de sucesos nuevos, las conversaciones o los arrullos melodiosos de unas aves. Por los rieles viajaba su imaginación, suspiraba inhalando el aire húmedo que evocaba labios y los sabores de unos besos angustiados por una despedida impostergable.
Aun no terminado el cruce de las calles, deambulaba con su color negro inmutable hasta llegar al reposo de algún parque, quizá en una alameda donde los cantos recordaban la música de las palabra: dulces melodías de sirenas enamoradas que arrullaban sus oídos sin resabios. Sin dudarlo, su espíritu reposaba en la oscuridad de algún templo barroco, bajo la sonrisa de ángeles protectores a quienes confesaba, en secreto, sus desconciertos, y también sus pasiones más certeras. Agradecía al Creador sus soledades, los encantos perdidos y elevaba una plegaria a sus recuerdos.
Ya en la noche, con el reposo del trasiego, escuchaba su propia voz repitiendo indecisa los nombres de amores antiguos. Una mirada se extendía a la distancia para acariciar sus pensamientos, que se plasmaban en versos, en inconmensurables líneas que, sin saberlo, atravesaban los pasos del tiempo. Y en un resquicio del sueño, balbuceaba nombres, Josefina, María, Margarita, y evoca aquellos ojos inusitados de sulfato de cobre.
Con el alba, un pregón lejano lo despierta con su eco. La realidad se asoma con la luz del día y recuerda la brevedad del hombre, y sabe que la muerte viste con unos guantes negros. Escribe en versos sus temores, sonríe, recuerda sus amores imposibles y, con su silueta oscura, inmutable, se pierde y recoge sus pasos por el último camino que lo conducirá hacia la posteridad.
