martes, 18 de agosto de 2020

Tren Maya, las vías de la ilusión

 «Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad»

Jean-Paul Sartre 


La bruma que desprende aromas de siglos, que esconde paisajes de leyendas, ruinas durmientes, cantos de ilusiones,  se dispersa en una mañana con los sonidos misteriosos de la selva. Los rugidos que gritan en coro las  voces de los dioses,  regresan del inframundo en su lucha contra la muerte. El jaguar que ha vencido regresa del sueño a enfrentar su destino sobre las piedras de templos, y que con su aliento,  dispersa las tinieblas. 


La pretensión poética queda muy lejos de la poesía de la naturaleza del sureste mexicano.  Con sus humedades y sus verdes mágicos, sombras que duermen debajo del sol ardiente a las orillas de espejos dulces de cauces profundos, se esconde una espesura de desbordante voluntad  infinita. 


Región rica y pródiga en culturas y tierras de antepasados, ha trascendido al imperturbable rigor del tiempo y al obstinado paso del hombre. Provista de exuberante vegetación y de un ecosistema unívoco, es un sitio sagrado al que habría que conservar sin excusas. 


Sin embargo en su horizonte se asoman un tren que pretende llevar un progreso, las vìas de la ilusión caminan hacia esas tierras con el pretexto de la “modernización”. La realidad es que las comunidades de los Pueblos Indígenas. que lo han aceptado. son víctimas del proyecto del sexenio, que como muchos tantos, pretenden engrandecer una política astuta para ganar adeptos a su bolsillo electoral. Bajo la perspectiva de las propias comunidades, el proyecto  pretende objetivos de dudosa veracidad. La economía regional, lejos de ser partícipe del milagro monetario, se verá  avasallada  por el turismo depredador que acabará por absorber  a gran cantidad de indígenas que, deslumbrados por el engaño de la modernidad, abandonarán sus costumbres, sus raíces, su hogar. 


La duda viaja por los rieles de la demagogia. Viaja a gran velocidad sin un verdadero sustento de repercusión ambiental. Flora y fauna única en el mundo estarían a la orilla de la existencia. Los dos mil jaguares que habitan la zona verían reducidas sus posibilidades de sobrevivir. Mantos acuíferos, cenotes, ríos subterráneos,  podrían verse contaminados por la infiltración de aguas residuales. Serpientes como la nauyaca que habitan microhabitats en cuevas y espacios inaccesibles, se verían amenazadas. Se calcula que la vibración podría agrietar dichas cuevas y rendijas naturales que son el resguardo para muchas especies. La zona de Calakmul sería una de las más afectadas, donde habitan gran diversidad de especies que verían el desmembramiento de su cálido ambiente. Animales como el mono araña, el saraguato, tortugas, lagartos, guacamayas, ya de por sí perseguidos por cazadores furtivos, se verían aún más hostigados por la depredación de un proyecto ferrocarrilero. 


La ilusión pierde sentido cuando se enfrenta a la realidad. Las ventajas prometidas y los bienes ofrecidos pronto podrían crear una catástrofe ecológica y social de la que sería muy difícil encontrar la salida. El arrepentimiento y la reflexión muy poco haría por recuperar una de las zonas más ricas del planeta. El valor biológico, social y cultural podría tener sus peores días.


Una incógnita podría derivar todos estos argumentos. Preguntar si hay que dar paso al progreso podría encontrar una respuesta irreflexiva y banal. Decir sí sin un verdadero análisis geográfico, ambiental, social, sería irresponsabilidad total. Decir sí por que debemos guiarnos por refrendos chamánicos donde la la tierra “habla”, sería indignante. 


El tren Maya es un proyecto neoliberal, lejos está de ser la panacea social y económica que se pregona. El futuro del mercado turístico donde las ganancias llenarán los bolsillos únicamente  de las grandes empresas, se asoma escondido tras fines rapaces. 


Las esperanzas se pueden convertir en un campo minado lleno de desilusiones, un terreno feraz para el cultivo de la desigualdad, transculturación, y el ecocidio. 


El tren Maya podría ser un gran paso para el sexenio, pero un paso en falso para el país, y la bruma que esconde aromas de siglos y una tierra que reposa el silencio de los tiempos, podría disiparse para siempre. 


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Indígenas, un mundo olvidado.



“In tata u tsikbalmaj ten u lonmaj bin le x-tabayo’. Tun bin bin xinbal kala’an ka tu yilaj. Juntul ko’olel jach ki’ichpan, chowak u tso’otsel u pol; ka tu machaj [...])”.


“Mi papá me ha contado que clavó a la X-Tabay. La encontró en una ocasión en que viajaba borracho. Era una mujer muy bonita, de largos cabellos, que lo sujetó [...]”. (Cuento Maya). 


Hay un mundo alterno, un mundo que, aunque acontece, lo vemos a la distancia, apartado de nuestra cotidianidad. A pesar de que alrededor de 7 millones de mexicanos hablan una lengua indígena, pasan más que desapercibidos. La lengua maya tiene 1,4 millones de parlantes seguido del zapoteco sobre 700 mil. No obstante que son mexicanos, los indígenas, como cualquiera que habita el territorio nacional, viven bajo cierta realidad alterna y en la perspectiva de los que han pretendido pensar por ellos y explicar su cultura. Y, aunque ha habido un movimiento  que defiende y aboga por sus derechos, no ha sido suficiente:  hay un evidente rezago y discriminación, además de un racismo que no termina por reconocerse. 


Desde “Forjando Patria”, el antropólogo Manuel Gamio plasmó la semilla del indigenismo que a lo largo del siglo XX germinó el movimiento que fue acogido por muchos intelectuales que moldearon al indio con diferentes matices. No se puede soslayar que muchos de los rasgos que se le dieron al indio fue con la perspectiva del mestizaje: había que fusionarlos para integrarse al mundo, con el mestizo, había que “blanquear” su cultura. Punto crítico en el que se ha documentado una eugenesia sobretodo en el México postrevolucionario, donde no se planteó la integración de las comunidades y su fortalecimiento interno.  No en vano José Vasconcelos proclamaba la nueva “raza cósmica”, la nueva generación mestiza. Dentro de este nacionalismo idealizado de estado, surge el muralismo como una necesidad de glorificar el pasado indígena en las paredes institucionales. 


En el siglo XIX el indio pasó a un segundo plano, donde la pobreza se agudizó con una paradoja de injusticia con las Leyes de Reforma proclamada por nuestro insigne benemérito. 

Las Leyes de Reforma de Juárez borraron la geografía indígena a través de las leyes contra las tierras colectivas indígenas. 


La conquista espiritual, geográfica, militar, política y administrativa vino de afuera, del colonialismo europeo; pero quizás la peor y  que se ha prolongado después de la independencia, es la colonización interna que persiste hasta nuestros días. Torquemada incendió la hoguera, ahora el fuego inquisidor viene de nosotros mismos. La indiferencia, la ignorancia y la apatía por los “otros”, es nuestro peor desprecio. Del colonialismo y poder central  europeo, la dependencia ahora es del poder gubernamental  y el que marca los designios.   Bajo proyectos engañosos se pretende llevar sobre vías  trenes milagrosos donde se les promete subir y encontrar la parcela pedida. Y la  política se convierte en una medida populista de intereses  que tiran el anzuelo de la esperanza para los pueblos.  


Las comunidades indígenas sobreviven al mestizaje y a la marginación gracias a su cultura e identidad, que deriva de un conglomerado mundo pletórico de cosmogonías, leyendas, creencias, conocimientos. Oponen una fuerza a la mirada externa que trata de seguir pensándolos e interpretarlos a su conveniencia. Algunos no han tenido la fortuna de cohesionarse bajo su culturalidad y han sido absorbidos e integrados a la cultura del mestizo, bajo un nacionalismo lleno de intereses y de la retórica de estado. 


El indígena es admirado, alabado, apreciado, pero a la distancia. Los buenos deseos son reemplazados por el racismo, rasgo nacional inaceptado por muchos.  Tema abordado por intelectuales, historiadores y un sinnúmero de escritores, no termina de concluirse ni de superarse. La conciliación del pasado indígena-español, español-indígena, continúa siendo una fuente de conflicto. Se rechaza el pasado español para enaltecer el pasado mítico del indio precolombino, heróico, idealizado de una sociedad perfecta que se echó a perder con la llegad de los españoles; y por otro, se reniega de la sangre indígena, esa que al mestizo le causa náuseas y la vomita con expresiones racistas. “Pareces indio”, “el indio no tiene la culpa, sino el que lo hace compadre”, “indio ladino”, “indio pata rajada”, “el mejor indio es el indio muerto”.  Y quizás, la que causa más magulladuras del amor propio es aquella que se dice con el mayor encono y con la que se pretende terminar un pleito, discusión o desavenencia: “pinche indio”. 


No hay sociedad o grupo social que sea por completo  inocente y virtuoso. La visión maniqueísta es una tentación que hay que desechar. Y como toda sociedad, los pueblos indígenas no pueden ser excluidos de sus imperfecciones. Como todo grupo humano, siempre deben estar en constante evolución y autocrítica. Y es en su autonomía donde su desarrollo encuentra sus mejores frutos. Como partícipes respetuosos de su historia y desarrollo, es nuestra obligación velar para  que se dé esa independencia y libertad hacia dentro de las comunidades y que sean ellos los que escriban sus propia narrativa, su visión, pero sobre todo, que imaginen su futuro. 


Los pueblos indígenas tienen una riqueza invaluable en su sabiduría, tradiciones, lenguaje, que le dan cohesión. La fortaleza de su cultura está en la conservación de esa riqueza que los debe llenar de orgullo en su identidad. 


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