Siempre digo que mi madre es un libro no escrito que se convierte en El tiempo perdido que que al mismo Proust le hubiera gustado escuchar.
Las edades inmensas son una fuente inagotable de sabiduría y de acontecimientos guardados, tesoros que no sabemos qué están en el baúl, impolutos, sin el polvo del tiempo.
Noventa años parecen muchos, pero cuando el espejo de palabras con Cecilia Gómez refleja una nueva anécdota, me parecen pocos.
Después de una caída que derramó una sangre dejando una silueta de llanto en el piso, su nieto Manuel hacía llamadas sin respuesta. Mientras yo soñaba una reunión extraña e insólita con mis hermanos, el celular apagado me evitó el sobresalto. Vi los mensajes pensé en mi sueño y deduje que los presagios tienen más palabra de honor que los hombres.
Acudí en la noche para verla y, aunque los moretones tenían mas bien un color de miedo, me preocupaba más que su mente tuviera el brillo de las estrellas. Después de las preguntas obligadas, le pedí me platicara una vez más aquel pasado de su niñez y los gratos momentos en la tienda de don José Obrador, abuelo materno del actual presidente.
Aunque la simpatía de Andrés Manuel López Obrador por momentos me ha envuelto en una demagogia de terciopelo, mi espíritu crítico se opone al sentimiento. Pero más allá de convicciones o empatías, se antepone la pasión por las historias y la evocación de épocas perdidas.
La anécdota es el pasado que por más que se oculta en las piedras, brota como un germinado del tiempo.
Eran los años 40’s y a sus quizás 10 o 12 años Cecilia Gómez visitaba con frecuencia la mercería de don Pepe Obrador -como ella afectuosamente lo nombra- en el poblado de Salto De Agua. Por razones de la la conversación que mi madre cultivó desde niña, a don José Obrador le agradaba la visita de aquella niña a la que él se refería como “mi amiguita”, y también como “una niña muy educada, respetuosa y platicadora”. Pero algunas niñas compañeras de Cecilia Gómez, le causaban problemas; refunfuñaba porque le tomaran sus artículos que quedaban al alcance de esas manos infantiles e inquietas. Muchas visitas fueron las que Cecilia haría a don Pepe Obrador. Él disfrutaba de las palabras que ella hilaba con extraña perfección para su edad. La mercería se convirtió en el sitio de amenas charlas donde un par de sillas afuera del negocio, eran los únicos testigos. Don Pepe Obrador se ausentaba en ocasiones a Tepetitán, poblado tabasqueño donde tenía otros negocios.
Cuando Cecilia Gómez se ausentaba tres o más meses a la finca de sus padres (mis abuelos Luis Gómez Ovalle y Carmen FLores), don Pepe Obrador le preguntaba “qué a dónde había estado todo ese tiempo”, a lo que contestaba que en la finca San Luis, dando detalles de aquella tierra de olor a vida, multicolor, de ríos con brisa que llenaban el paladar de una extraña húmeda belleza. Le daba detalles de sus animales, de su agilidad extraña, sus encuentros con las aguas del río, y que la vida en aquel edén, aún caminaba con calma. Don Pepe Obrador escuchaba maravillado a su amiguita que parecía tener kilómetros de palabras.
Además de los encuentros en la mercería, don Luis Gómez visitaba a don Pepe Obrador en su casa. El portal era el marco donde se dibujaban las siluetas conversadoras. Un pasado común unía a los dos señores. La madre de Luis Gómez había venido de España en el siglo XIX a México, y José Obrador había tenido una aventura de mares furiosos y fatigosas andanzas desde Ampuero. Su pasado español daba pie a esa plática que al parecer se repetían en aquellos singulares encuentros.
Pasó el tiempo y después de unos años en un regreso de de larga estancia en la finca San Luis, don José Obrador había partido para no volver a Salto de Agua Chiapas.
Cecilia Gómez no encontró la tienda y al preguntar a sus amigas por don Pepe Obrador le dijeron se había ido a Tepetitán, donde se escribiría otra historia.
Después de escuchar a mi madre la luminosidad de su memoria, su alegría al recordar a don Pepe Obrador y de verla sonreir, me quedaba claro que las cosas, aparte de esos moretones de miedo y la venda ensangrentada, no irían del todo mal. Y que a veces las palabras alivian más que un analgésico.
Antes de irme me aclaró unos pequeños detalles: “Recuerdo con afecto a don Pepe Obrador, con su cuerpo grande, su piel blanca, su amabilidad. Y también sus pantalones azules, sus tirantes, su camisa blanca, sus sujeta mangas y sus infaltables mancuernillas”.
Partí embelesado con los ojos de doña Cecilia Gómez iluminados con el brillo húmedo de la nostalgia, de aquellos encuentros amigos, pero sobre todo me llevé su sonrisa que ocultaba, estoy muy seguro, la finca de sus sueños, el pueblo mágico y las historias de personajes insospechados.
