La noche, la música lejana de las maderas sonoras eran el canto que animaba a al mujer que esperaba con ansias a la criatura. En aquel pequeño Salto de Agua, el calor de mayo acariciaba las hamacas que a ritmo unísono adormecía al pueblo.
En aquel 6 de Mayo de 1963, esperé paciente mi nacimiento. Había estado nueve meses en ese confortable rincón del vientre materno. Sería el quinto integrante de la familia y, otro músico, diría mi papá unas horas después que se enterara de la noticia. La fe nunca sobra. Mi madre había iniciado oraciones al recién canonizado Martín de Porres, que justo un año antes, el 6 de mayo de 1962, había recibido tal merecimiento del Papa Juan XXIII. Con fervor religioso había comenzado la novena al santo el día 28 de abril.
Por la noche llegaría la legendaria comadrona del pueblo, doña Maco (hipocorístico de Marcolfa). A la luz de las velas y en aquel cielo que asomaba su mirada con sus estrellas, partera y parturienta esperaron lo que parecía inminente.
Sentí unas manos suaves y tiernas, trémulas tal vez de emoción, o de un pequeño temor, ese que, aún con la experiencia, es inevitable. Sentía el latido de algo enorme que con gran fuerza me empujaba con ritmo, y que expresaba algo que después supe era lo que llaman amor.
Un lago a mi alrededor se agitaba y me sacudía incesante.
También sentí otras manos, más fuertes y decididas que me empujaban hacia el túnel de la vida, hacia ese oscuro y feraz canal de parto, el único camino posible en aquellos años de esos rincones del estado chiapaneco.
Marcolfa, acomodó a Cecilia Gómez, mi madre, en una cama sin colchón. Los dolores eran ya muy fuertes. “Le voy a hacer un té de valeriana en gotas del dr Castro, para relajar, mezclado con té de canela”, dijo la docta partera.
Un céfiro blandía los rostros que contemplaban las sombras de las ramas con vida de la abundante y misteriosa selva. El viejo Puente de Hamaca se mecía con alegre vaivén. El croar y los aullidos del monte eran la pequeña sonata que alegraba la oscuridad. El lamento de las estrellas, un canto, una sinfonía.
Comenzaron los entuertos y justo a las tres de la mañana hace cincuenta y cinco años,
mi llanto fue la alegría que desató la tormenta de lágrimas, de la maternidad consumada, del dolor transformado en bendición.
Lloré y ya no sentí ese tibio y agradable mar donde había estado todos esos meses. Pero unos brazos amables y una voz que reconocí de aquellos ecos de los días en la oscuridad, calmaron mi miedo al mundo desconocido en que me encontraba.
Se hablaron madre y comadrona. Y ambas observaron mis abundantes cejas, mi piel arrugada y, aunque ese pequeño de tres kilos no era más que un nuevo humano, recibió inmerecidos cumplidos.
Después supe que Manuel Quiñones Herrera, mi padre, había estado en el festejo del 5 de Mayo desde las cuatro de la mañana cumpliendo sus obligaciones cívicas. La marimba, como ave canora, llevaba sus notas para alegrar el recuerdo de la insigne batalla de Puebla. Corcheas, compases y silencios daban vida a los sones del sureste.
Llegó a la casa y me tomó en sus brazos y, por extraño que parezca, durmió en la hamaca y en las primeras horas del amanecer partió hacia algún sitio desconocido con algunos amigos a una obligada celebración.
Por cierto, me nombraron Luis Martín.
Luis por mi abuelo materno, un capitán veterano de la Revolución, que cuando crecí, idealicé como héroe de la historia, y se incrustaría en mi imaginario, en maravillosas aventuras como un capitán Alatriste revertiano que tuvo sus batallas no como tercio, sino como guerrillero, no con picas y arcabuces, sino con pistolas y máuseres.
Martín ya imaginarán el porqué. Cecilia Gómez, había jurado a mi padre que sí era varón, llevaría el nombre del santo, al que había implorado por días. Y que le respondió llevando a buen término la odisea del alumbramiento.
Para mi madre fui su Aquiles, el bienaventurado ser tocado por las fuentes de las benevolencia de fuerzas superiores, aunque yo sé que soy un simple mortal y mi debilidad no está en el talón, sino en el corazón, en es ese espíritu soñador que a veces lleva al hombre a la perdición.
Escuché voces que después tendrían rostro y serían importantes en mi vida. Mis hermanos, tíos, que llevaban en esas voces los mejores augurios. También escuché un triste sonido, un lamento que después supe era el sacrificio de una de las gallinas de la casa. ¿Ofrenda a algún Dios? No, era para el consomé que daría nuevas fuerzas a la madre.
Así, a pasado el tiempo que no diluye los recuerdos: el pasado jamás nos deja. Ahí, en aquel pequeño hogar, en ese pedazo de tierra cálida, quedó más que un simple ombligo: mi origen.
Lo que no tiene edad y perdura en el tiempo, es el agradecimiento. Hoy, aquí estoy recordando aquella epopeya, a los héroes, a las manos suaves, a las manos amigas.
No pude haber tenido mejores padres. Cecilia Gómez, como druida gálico, tuvo el encanto de una voz maravillosa, de narradora extraordinaria que me dio el mejor regalo: la imaginación. Y Manuel Quiñones, con sus maderas mágicas, me enseñó los sonidos más hermosos, la mayor de las artes: la música.
Ahora los sonidos son otros, el ruido de la calle me adormece, una llovizna nostálgica alegra esta mañana de mayo. Las manos que me acompañan siguen siendo amigas. Cobijado de los mejores deseos, de las voces afectuosas, el Aquiles sabe de sus muchas debilidades como las de cualquier ser humano.
Hoy, celebro, mis cincuenta y cinco años.
