Dejamos rastros, recuerdos para los otros que siguen con vida. Todo lo que hacemos y dejamos como evidencia de nuestra existencia es el hallazgo arqueológico de nuestro legado. Papeles, fotografías, correos electrónicos, ropa, escritos, notas en la cartera. Anécdotas, conversaciones, sueños incumplidos, silencios.
Un rompecabezas donde es imposible armarlo como fue en vida, mas bien como un imperfecto plano con el que se intenta reconstruir un edificio antiguo. Idealizado y armado con el cristal de la benevolencia, se resbala de las manos que lo acarician y se rompe como una taza antigua que toma una extraña forma, la verdadera, quizás, que nos hace más humanos.
Sólo nos pertenece aquello que hemos perdido, dice Borges. La ausencia física deja sólo el eco de las voces que un día rompieron el silencio, que hacemos nuestras. Son las entonaciones que el alma deja para ser escuchada.
Nuestras cenizas son el sustrato con el que nos reconstruyen al modo como quieren recordarnos.
Los huesos dispersos que tratan de articular para darle forma a ese cuerpo que gozó, y que se deformó por el andar en el tiempo, y que al final del camino se entrega como cumplimiento irrevocable de un contrato.
En el desentierro del cadáver, emanan los olores, ese singular y sutil aroma pero que identifica a la persona. Se hacen más presentes que nunca, llegan como inesperada visita a la nariz y al fondo del alma del sobreviviente. Una prenda o un sitio es el depósito de sustancias que queremos detener en el tiempo, que no borre la huella que hemos dejado. Al paso de los años, en cualquier momento se reactivan los rincones cerebrales y evocan aquel instante, tal vez aquel viaje, o una tarde que fue el preludio a la sosegada voluntad envuelta en las cobijas.
Pero en el hallazgo quedan los inexplicables momentos, aquellos que intentarán descifrar, para dar sentido a esa vida ligada a nuestros pasos. “¿Qué me quiso decir aquel día, que bajo intensa lluvia, no escuché mas que el constante bullicio del agua sobre el cristal?, ¿por qué aquella herida mortal del engaño?, ¿qué ocultaba bajo aquella coraza de silencio?, ¿porqué la soledad era el refugio de los agotados días?”
Los sonidos regresan, intangibles, imperecederos. La voz no envejece después de la muerte. Siempre es la misma, ese tono y color que hizo único al que hizo uso de ella. La voz buena, la de los halagos. También serán las voces del enojo, del reproche, de la exigencia que como seres imperfectos usamos muchas veces para herir al otro. Alguna canción será el sonido melodioso que nos coloque en algún año, en algún lugar y en un emotivo acontecimiento.
Bajo la lupa indagatoria del suceso rastrearán las imágenes buscando en las esquinas algún objeto que explique aquella mirada, aquella sonrisa o esa tristeza que llenó el espacio.
El afán del ser humano de descubrir el pasado desenterrando las reliquias, excava en lo más profundo y realiza descubrimientos asombrosos. ¿Qué atisbo deslumbrante hay en ese hombre muerto?, ¿por qué el afán de descubrir lo que estuvo a la vista y pasó de largo?
El día menos pensado se tropieza con el objeto secreto del difunto: una carta, un correo electrónico que no va dirigido hacia la pareja de vida, un mensaje en el celular. ¿Descubrimiento o encubrimiento? El que descubre, como un agente secreto, sabe que el muerto supo encubrir muy bien el hecho. No hay nada que hacer, solo aceptar que no fueron los únicos que merecieron un e-mail , la arcaica carta o un SMS. Pero también sabrán que no supieron seguir las pistas que dejamos.
De pronto aparece un elemento que el arqueólogo no contempla: los sueños. En el onírico mundo se pretende descifrar el símbolo. Los extraños sucesos del subconsciente pueden ser la tormenta o el consuelo. Reconforta ver y sentir al cuerpo del ausente, y en el despertar se confunden la vida y las sombras mortales. Se escuchan conversaciones que jamás sucedieron, un surrealismo que a la mañana siguiente: ¡Sí!, claro me quiso quiso decir tal o cual mensaje, me está previniendo. Es, un decir: ten cuidado. Los llamados desde la muerte presagian, y a veces atormentan al soñador.
Por último: la pregunta condenatoria: el porqué. La razón de la partida a destiempo (siempre la muerte no es a tiempo). Los hallazgos al lado del muerto poco ayudan. La piedra que se encuentra a su lado, la olla de barro, las herramientas en la mano del cadáver, no son suficientes para encontrar la causa de la ausencia. Es la pregunta que sólo el tiempo responde y la llamamos resignación. Y esa resignación se convierte en la posteridad en el mundo interior donde el ser querido se queda para siempre, en ese recuerdo que hace un lado la pregunta para darnos cuenta que el pasado, jamás nos deja.
