Los que vivimos el terremoto del ‘85 -hace treinta y dos años-, pensábamos que no podría haber otra tragedia similar. Que un fenómeno de tal magnitud no podría repetirse en la Ciudad de México, estábamos a salvo.
El movimiento telúrico del siete de septiembre de 8,1 grados nos recordó que la tragedia puede estar a la vuelta de la esquina, sólo es cuestión de asomarse y ver la desgracia. Nos volvimos a sentir vulnerables, inermes, ante el impulso de la naturaleza que parece por momentos apocalíptica y profética.
Ya sabíamos que septiembre es el mes de los temblores y se prepara el simulacro in memoriam por el diecinueve del ochenta y cinco. Lo que nunca nos hubiéramos imaginado es que el mismo día, treinta y dos años después, la muerte estuviera acechando y nos esperara debajo de un escombro.
La memoria guarda bien aquellos sucesos que dejan tinta indeleble. El recuerdo de edificios caídos, de niños sepultados en los hospitales, de multifamiliares convertidos en polvo, de esperanzas perdidas, nos hace brincar de inmediato cuando un sismo de tal magnitud nos alcanza y sentimos cercana la tragedia. No fuimos los pocos que corrimos despavoridos y que de inmediato sabíamos que habría desgracias.
Las malas noticias son veloces. Pero no siempre fue así. En la época colonial las hojas volantes, una especie de periódico que se repartía ante sucesos extraordinarios, podía llegar a manos del pueblo hasta con un año de retraso. Así se supo del terremoto de Guatemala de 1531, hasta 1532.
Luego siguieron el periódico propiamente dicho, la radio, la televisión hasta llegar a nuestros días donde al instante miles de personas transmiten mensajes por Twitter y Facebook.
El nuevo 19 de septiembre y su inmediatez informativa nos tranquilizó a muchos, pero nos destrozó de inmediato al ver las imágenes de edificios convertidos en nada, y nos paralizó al saber que un colegio de kínder, primaria y secundaria ya contaban sus muertos.
También nos hizo pensar que las redes sociales no sólo albergan las soledades humanas, y que lo banal puede ser sustituido de vez en cuando.
Con el día fatídico, el apocalíptico 19, con una nueva generación, demuestra una vez más que la tragedia le toma el pulso a la solidaridad y a la generosidad. Virtudes que el tiempo no desgasta ni envejece. Y hoy más que nunca se renovó con los miles de jóvenes que acudieron a socorrer a los caídos. Sin distingo social ni económico, la solidez moral se ha demostrado una vez más en el México que por momentos se tambalea, cae y se vuelve a levantar.
La experiencia nos dice que faltan días aciagos, de lágrimas, de un paréntesis emocional que espera ser cerrado con las frías estadísticas, pero con la reflexión de que la materia humana es más fuerte cada vez que sobrevive a la catástrofe.
