“La
avioneta Cessna volaba a tres mil metros de
altura y el poblado a la vista parecía incrustado en una roca gigantesca, en
una montaña donde nos esperaba el Cristo milagroso que nos bendeciría sin
condiciones”.
Regresar a la tierra que alimentó mis primeros años
era la ilusión infantil que creaba un
mundo fantástico; un retorno a esa felicidad que no comprendemos pero nos hace
tan dichosos.
La
aventura iniciaba en la estación Buenavista, sitio que se convirtió en el
comienzo de muchas aventuras fantásticas. La memoria es esquiva y sólo recuerdo
que tendría menos de seis años. Eso me permitía ciertos privilegios: no
preocuparme de qué comer, cómo dormir, y en qué entretenerme. Mi voz se remonta
a aquellos años donde rescata momentos escondidos, arrinconados en el aún
corazón infantil.
“La nave surcaba el cielo y pequeñas nubes
graciosas y juguetonas nos envolvían por momentos, y otras más discretas sólo
pasaban a los lados como huyendo del motor que nos impulsaba por los aires. El
sonido cercano de motor de la Cessna
no era impedimento para la conversación. Escuchaba a mi tío Luis Gómez dar
pequeños gritos, algunas que otra carcajada de vez en cuando mientras intercambiaba
palabras con mis padres. Yo observaba
como conducía la avioneta como si lo elevara con un simple giro de sus
manos.. No me intimidaba cruzar el cielo, sabía que el piloto era el mejor del
mundo y eso me bastaba para ir al fondo en un reducto de la avioneta y crear un
universo de sueños y fantasías que sólo mi infantil mirada podía inventar.”
Buenavista
y sus rieles infinitos no podían ser sino el presagio de muchas anécdotas. El sonido de la
locomotora era imponente, llevaba tras de sí los vagones vacíos de historias
para poder inventar las nuestras. Los minutos se nos hacían horas y, el
entusiasmo de abordar aquel tren que nos trasladaba a la fantasía, era el
delirio. Sabíamos que vendrían los
paisajes y una existencia no cotidiana que exaltaría nuestro espíritu. Ver los caseríos a la salida de la ciudad, la
gente que miraba aún con asombro los vagones, las luces que a lo lejos que se
perdían pero aparecían otras hasta que se hacían menos frecuentes, nos hacían
pensar cada vez menos en nuestra pequeña guarida familiar que abandonábamos con
alegría y con tristeza. Y es que subir en primera clase a esos maravillosos
trenes, disfrutar las horas que tal vez eran muchas, ver los fuegos que se
encendían en las alturas de los árboles, se convertía en un inexplicable sueño.
El
primer tramo del viaje nos permitió llegar a Veracruz, para tomar un taxi que
nos llevara a Coatzacoalcos, a la ciudad del petróleo. Aunque divertidos, y no
obstante dejar las vías mágicas, sabíamos que venía algo muy emocionante: surcar
el cielo.
El campo aéreo era como un campo fantasma, el viento
acariciaba nuestros rostros y por momentos quería, en su arrebato,
intimidarnos.
“¿Ya va a llegar mi Tío Luis Mamá? ¿Falta poco?”
Un sonido lejano
nos hizo brincar de alegría, la máquina que impulsaba la Cessna 185 llegó hasta nuestros oídos y muy pronto la silueta alada
mostró sus pequeñas franjas amarillas y provocó brincos y sonrisas.
La espera había
valido la pena, vimos cómo se enfiló el avión para tomar pista y después de
unos segundos se estacionó brevemente para que mi tío nos saludara y de
inmediato nos condujo para acomodarnos en nuestros lugares. Yo sabía cuál era
el mío: la cola del avión.
“La emoción del viaje aeronáutico se ensombrecía por un
fuerte dolor de oídos. Sólo
eran unos instantes, pero era el terror. El llanto de los niños seguro les preocupaba a la tripulación".
Después
de una hora y media de vuelo, sabíamos que nos esperaba un sofocante calor y un
húmedo Salto de Agua, que visto desde las alturas, presagiaba el pronto
encuentro con abuelos, tíos y primos: una alegría infinita.
“¿Cómo podría describir mi emoción al ver a
la familia agitar las manos, sus
sonrisas y sus gritos no escuchados desde el cielo?”
Eran días donde el juego parecía lo único importante del
mundo. Horas eternas de un regocijo infantil, aún inocente donde ir al quiosco
y tomar una soda de variados sabores y
colores era suficiente para pasar el mejor momento.
Después
de unos días el viaje debía continuar para ir a esa tierra ignota que nos
esperaba arriba en una montaña, verde, espesa y que tenía guardado los secretos
del Cristo Negro: el Señor de Tila.
“La nave encendió el motor, despegó y pude
ver la vegetación oscura, por momentos impenetrable del pequeño Salto de Agua,
su río que parecía no tener fin serpenteaba debajo de nosotros hasta que lo perdimos, pero que sabía nos esperaría fiel a nuestro regreso”.
Partimos del pueblo
y de nuevo la Cessna extendió sus
alas para conducirnos a ese misterioso y singular sitio de peregrinaciones
donde los milagros eran, para los que ya lo habían vivido, motivo de
agradecimiento; y para lo que aún no,
esperanza ante la adversidad.
A unos pocos
minutos ahí estaba esa roca inmensa que nos esperaba con su gente, sus
costumbres y sus calles repletas de seres que tenían la más grande esperanza en
su Cristo redentor.
Asombro, alegría,
emoción, tal vez fueron los primeros sentimientos que nos provocaron recorrer
esas calles llenas de un pueblo que celebraba la llegada de los peregrinos. No faltó la foto familiar frente
al templo, en esa iglesia a la que con
devoción entrarían mis tíos y mis padres para bendecirnos con agua bendita para
una imperecedera salud.
Recorrimos las
calles de Tila. La fe se desbordaba por sus pequeños callejones. Antes de ver
al Señor milagroso, un camino repleto de almas murmuraba las promesas, los
sueños, que se mezclaban con los gritos de ofertas de suculentos platillos
regionales y de vendedores de recuerdos.
La
anhelada visita al interior del templo nos permitió admirar al Cristo de ébano
que con sus brazos abiertos, callado, nos recordaba el dolor de la humanidad.
También apreciamos los infinitos exvotos,
muestras de agradecimientos de los más insospechados favores recibidos.
Después
de inolvidables días, de la promesa cumplida, de la visita añorada a Tila,
Chiapas, nos despedimos surcando el cielo dejando a lo lejos a la montaña, su Cristo, los milagros y nuestros recuerdos.
“La Cessna emprendió el vuelo, entre
asombro y temor: el abismo. Terminaba
la pista en un vacío donde tras los
primeros cien metros del despegue ya volábamos a quizás trescientos o más metros de altura,
un pozo profundo que provocó una extraña sensación en mi estómago. Y desde la falda
del cerro vi como la iglesia se hacía cada vez más pequeña, mientras nos
rodearon nubes espesas que fueron ocultando a la montaña hasta perderla de
vista”.
Salto de Agua nos esperaba para continuar nuestra
aventura. La avioneta surcó el cielo y a los pocos minutos lo vi desde las
alturas rodeado de espesura, de un verde
follaje, con su tierra que atrapaba la luz del sol para recibirnos con
su calor interminable. Y ahí, impasible,
entre caseríos y sobre sus fieles vías, a la locomotora que nos conduciría al
retorno del hogar en la Ciudad de México.
“Aunque son más de cuarenta y cinco años desde aquel
encuentro con el cielo, los trenes y el Cristo Negro, no dejo de sentir la
vibración de la poderosa locomotora, el suave vuelo mágico, el calor de
aquellas tierras, la fe de un pueblo, pero sobre todo abrazo los fragmentos entrañables:
las sonrisas, la generosidad de mi tío
y la espléndida familia que nos recibía
con un sincero afecto”.
