Ahí estaba, mirando hacia el suelo con unos ojos aún iluminados por la esperanza. Cuando lo vi, me dio mucha tristeza. No era posible que hubiera quedado algo de humanidad en esos escombros. No. Un edificio de 15 pisos era una lápida mortuoria. Esa mañana del 19 de septiembre salió temprano como siempre a hacer sus necesidades. Había un jardín que compartían perros, gatos y uno que otro amigo del alcohol.
Una señora que visitaría una de las familias decía con una voz desesperada "¡hay muchos muertos, los sepultó el temblor, Dios mío perdónanos!" La mujer tuvo que ser desalojada de la zona de riesgo.
Ahí seguía el perro olfateando, rascaba e insistía en recuperar algo de vida, aunque fuera un hilo de olor que lo acercara a sus rincones favoritos; a esa ropa que asociaba a descanso, protección, familia, hogar. Eran las ocho de la mañana cuando el destino nos había cambiado todo. Las ambulancias recitaban en coro un canto de lamentos, de ese dolor sin tregua que nos iguala en la desgracia; las campanas que a uno de niño lo inspiran a querer ser bombero, era un tañer de música macabra. Camillas, sangre, gritos, heridos, muertos, muchos muertos, niños llorando, mujeres gritando. Y ahí seguía él...
Lee el cuento completo en el libro Vida de Perros.

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