viernes, 16 de junio de 2017

19 de septiembre de 1985

Ahí estaba, mirando hacia el suelo con unos ojos aún  iluminados por la esperanza. Cuando lo vi, me dio mucha tristeza. No era posible que hubiera quedado algo de humanidad en esos escombros. No. Un edificio de 15 pisos era una lápida mortuoria.    Esa mañana del 19 de septiembre  salió temprano como siempre a hacer sus necesidades. Había un jardín que compartían perros, gatos y uno que otro amigo del alcohol. 
Una señora que visitaría una de las familias decía con una voz desesperada "¡hay muchos muertos, los sepultó el temblor, Dios mío perdónanos!" La mujer tuvo que ser desalojada de la zona de riesgo. 
Ahí seguía el perro olfateando, rascaba e insistía en recuperar algo de vida, aunque fuera un hilo de olor que lo acercara a sus rincones favoritos;  a esa ropa que asociaba a descanso, protección, familia, hogar. Eran las ocho de la mañana cuando el destino nos había cambiado todo.  Las ambulancias recitaban en coro un canto de lamentos, de ese dolor sin tregua que nos iguala en la desgracia; las campanas que a uno de niño lo inspiran a querer ser bombero,  era un tañer de música macabra.   Camillas, sangre, gritos, heridos, muertos, muchos muertos, niños llorando, mujeres gritando. Y ahí seguía él...

Lee el cuento completo en el libro Vida de Perros.

jueves, 1 de junio de 2017

Veinte años no es nada


         Aquel día cuando lo vi por primera vez, ya tenía los años encima, pero esta vez fue diferente. Además de sus  diecinueve años,  un camino interminable de enfermedades le habían hecho compañía. Siempre había pensado que llegado ese momento, no sería el mejor día. Pero no dejaba de admirar su entereza: desvencijado el cuerpo, pero no el espíritu.  "Debe estar hecho de una materia extraña, de esa que no encontramos todos los días", pensaba. Durante las tres últimas visitas, una pregunta rondaba alrededor de él: ¿serán sus últimos días?

¡La historia completa la encontrarás en el libro Vida de Perros! 
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Por trescientos pesos

La gata era una siamés, sus ojos dos cielos claros que gritaban su dolor; se le veía el miedo en la mirada, la angustia punzante,  pero aún con la esperanza entera. Nunca había visto algo parecido, sus maullidos era un canto de queja, de un sufrimiento que sólo las hembras pueden sentir. Hacía dos meses que había encontrado a un felino dispuesto a amarla, a seguir el grito de la naturaleza para perpetuar la especie. Después de un duelo de garras y colmillos, el macho con alma de tigre la convenció de que él era el indicado para ser el padre de sus hijos.
Comía como nunca, pedía el alimento con  maullidos exigentes que eran bien correspondidos. Si no manjares, sí el pollo que no faltaba en la mesa. Eso sí, con huesitos para el calcio. Su carácter cambió: se le dilataban las pupilas, se acostaba de lado  y un movimiento de cola suave que golpeteaba al piso era el símbolo de la felicidad misma. ¡Ah!, por que había que verla, yo no sé nada de animales pero para mí que esa gata estaba ilusionada por la maternidad. Y me preguntaba: ¿Es diferente lo que siente un animal a un ser humano? ¿Cómo saberlo? Mi imaginación  era un jardín sembrado de delirantes pensamientos que se deshojaban por las noches. Y es que también yo,  soñaba con escuchar muy pronto los maullidos infantiles. Bajo una luz tenue, que se asomaba por mi ventana, podía verla con su vientre abundante de esperanzas.  “Han de ser cuatro o cinco los hijos, con tremendo abdomen, no pueden ser menos”,  pensé, mientras un sereno jazmín la protegía con su sombras y aromatizaba la tibia noche. Ahí estaba, con paciencia, esperando el momento justo.  
            
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