Reza así la voz que, según el día y el momento, nos abre el apetito, nos da la posibilidad de saciarlo; o nos despierta en un sábado que creemos sería el preludio de un prolongado día de descanso.
Costumbre añeja, que ha conquistado los oídos de hambrientos, la grabación tamalera a traspasado fronteras y la escuchamos en cualquier parte del país.
Casi podría afirmar, con un pequeñísimo margen de error, que no hay mexicano que no haya comido un tamal en su vida. Vilipendiado por nutriólogos, pero alabado por el pueblo, el tamal es y seguirá siendo una buena oferta para saciar, desde el hambre matutina, hasta el paladar más exigente.
En lo personal, la tradición la llevo en la sangre: no hay mejor tamal, que el chiapaneco, eso sí, con la fórmula (que no voy a dar), de mi madre.
Recuerdos antiguos, me llevan a la cocina, cocer hojas de plàtano al fuego, embarrar una que otra con la masa ya en su punto exacto para el acomode, colocar el guiso de sazón único de doña Cecilia Gómez, pero sobre todo, esperar la cocción para darle el visto bueno.
La patente del Tamal la podríamos atribuir a cualquier región de Latinoamérica -donde recibe diferentes nombres-, pero lo que sí es un hecho, es que en México es donde más variedades se producen. Y el apelativo es auténticamente mexicano, prehispánico, diría mejor: del náhuatl "tamalli" que hace referencia a "envuelto".
Alimento del México indígena, se enriqueció con la llegada de los europeos en la conquista. Se agregaron especias y productos cárnicos que no habían en el continente como el cerdo y la cebolla.
El sincretismo religioso y cultural, nos permite continuar con un festejo que no queremos terminar, porque definitivo: como mexicanos queremos que la fiesta no se acabe. Aunque la rosca de reyes parece el final de un maratón de alegrías y reencuentros, no hay quien no esté al pendiente de ver a quién "le sale El Niño", y así, esperar el dos de febrero para continuar con el agasajo social y gastronómico.
Aunque mi favorito seguirá siendo el tamal chiapaneco, no dejo de apreciar al que se ponga en frente, desde el de cochinita con hoja de maíz -a dos cuadras de mi casa-, sin dejar pasar la oportunidad de una "guajolota", pero por favor, sin atole por aquello de la "dieta".
Así nos reencontramos a diario con nuestro ancestral alimento y nuestro pasado prehispánico. Seguramente los tlatoanis Axcayácatl, Tizoc o Moctezuma alguna vez pidieron sus tamales calientitos del mercado de Tlatelolco. Aunque por aquello del riesgo, tal vez de vez en cuando se los preparaban alguno de sus tlacualchiuhquis, que cocinaban para ellos, los más excelsos platillos.
Manjar de reyes y del pueblo, ocasión para el festejo, el alimento indispensable en la comida mexicana, me trae recuerdos y anécdotas que aderezan mi memoria. Pero diría yo:
¿Hay algo más importante que la comida? Quizás el amor, pero como dijo alguna vez Gabriel García Márquez, éste, no alimenta.
