Cuento
Te busqué en cada rincón donde algún día estuviste, en las fotografías
donde tu sonrisa anunciaba la alegría que repartías para todos, para los otros.
Eras tú, sí, la del gesto invencible con
la inocencia extraviada que ya nunca encontraste.
Invadí los rezos donde te invocaban como santa, ahí escuché tu nombre
pero no tu alma. Sólo me esforcé en dibujar una sonrisa, insuficiente para
demostrar mi asombro. Y es que es bueno llorar a tiempo, rociar un poco de
vergüenza al suelo, aunque después pisen esas lágrimas para hacer lodo. Después me dijiste que no te importaba, que
esas lágrimas ahora eran como una lluvia que penetra pero no humedece, no
suaviza ni mitiga el páramo de su
conciencia.
Las promesas escudriñé de algunos que en la traición encontraron su
mejor cumplido. Y seguí tu destino invertido cuando la infancia era tu mejor
futuro. Esas tardes en que la tierra querida de tus padres estaba ahí, no un
erial, no un paraíso: sólo un jardín de nostalgias vivas. ¿Recuerdas? Ahí
querías partir donde la felicidad te esperaba. Y así retrocedías y me llenabas
la cabeza con todas tus historias.
Me perdí en esos retratos cuando la ilusión conociste. Cuando pensaste
que la felicidad te la podrían compartir, que no era propiedad de los demás.
¿Es que pudiste tener una mejor sonrisa, unos mejores ojos color de primavera?
Recorrí los espacios dentro de los retratos para escuchar las voces que fueron
el canto de tu tristeza. ¿Por qué te traicionaron? Incierta tu voz me contesta:
es que así debía de ser, qué podía hacer.
“Qué podía hacer”. Escuché tus últimas palabras cuando desperté y ya no
estabas. Otra vez te ibas sin decirme cuando vendrías. Tal vez en la noche o a
las tres de la mañana como cuando con un mudo cigarro dialogabas para buscar
las respuestas a las incógnitas del día. A tus dudas. A tus penas.
Te encontraba una y otra vez cuidando esas flores, regándolas. Tu mirada
se perdía en la celosía donde los fragmentos de luz bañaban tu rostro pálido.
Sólo un suspiro era el regreso, el retorno al olvido, a ese rincón donde el
abandono fue tu mejor refugio.
Pasan quince días, llegas y me dices que así está mejor, que el verte
diario me puede hacer daño, que no me acostumbre a ti. Que te busque otra vez
en los retratos. Que no me olvide de tus
flores, donde a veces te escondes en un pétalo rojo y triste, donde está el eco
de tus manos que podaron las ramas secas.
Me visitas cuando una ansiosa soledad me espera en esos días que el cielo no deja ver la luz del día. Un frío de muertos es el preámbulo justo
antes de la tormenta, que espero impasible en la ventana. Caminas horas sin
detenerte a ver la lluvia. Unas inquietas gotas resbalan por el cristal que
tropiezan una con otra hasta formar un pequeño arroyo. Es un domingo sin
esperanza que deseo muera pronto y tener el lunes para revivir la rutina, lo de
siempre.
Te asomas a esperar no sé qué; y me miras sin hablar pero con la
ansiedad en tus ojos me dices todo: nadie se acordó de mí para visitarme.
Y me miras con rabia. Tus ojos de primavera se parecen cada vez más a un
invierno seco. Hasta que un relámpago se lleva la luz y me doy cuenta que es de
noche. Y tu sombra se desvanece para revivir de inmediato, pero ya no eres tú:
creo eres un demonio. No me hablas, y un grito me produce el primer miedo desde
que te encontré. Ya no estás cuando la tormenta cesa para dejarnos sólo las
gotas que caen de los árboles.
Y sé que te has ido.
Lejos.
La mañana fría me intriga. El sol que aparece opaco me seduce a pensar
en los días de tus sueños; en esos días que mantuviste la esperanza del
reencuentro que nunca llegó. Me confesaste tu desdicha por la ausencia de los
que creíste, por ser hijos tuyos, tendrían la bondad en sus venas. Si hubieran
podido, los cuervos te hubieran picoteado: sólo te olvidaron.
Los perros me invaden los oídos con sus voces, sus dientes brillan de
gusto por verme. El regreso del trabajo es una pequeña fiesta que me turba
hasta que se alejan después del cumplido. Es el sillón azul que me invita al
descanso y de nuevo los recuerdos me interrumpen el fastidio del día. Son los
recuerdos de tus vivencias, de las nuestras, de las que pasado el tiempo siguen
ahí, con un pasado que nos une.
Emprendo un viaje de la memoria tuya y mía, nuestra, que no se
interrumpe y eternizo el sueño. Veo a los dos aviones que parten en dos los
edificios, veo caer unos muñequitos desde lo alto; una lleva una pulsera con el
nombre de un hombre. Estás conmigo viendo la misma escena cuando escucho unos
pasos y despierto.
Mi mujer y las niñas
caminan por el pasillo largo, sus voces son un eco sin sentido, sin forma.
Hasta que llegan y me sacuden sus manos para volverme al mundo.
Regresas
por la noche y los perros ya no te ladran, siempre anticipaban tu llegada. Pero
ahora no, te conocen y sólo miran extrañados que atraviesas las paredes.
Escuchan tu voz espectral que va tomando forma hasta que se convierten en
verdaderas palabras. Pero hoy estás muda, sólo dos palabras me dices: estoy
cansada. Son ya diez años desde que vimos a los muñequitos caer con sus caras
de muertos. Estás cansada y no quieres hablar. Es sólo tu mirada que me
cuestiona, me reprocha y me amenaza con unos ojos de odio, de un monstruo a
punto de lanzar llamas: vuelvo a sentir miedo.
No
entiendo tus preguntas, no sé qué responder a tus cansadas dudas. El porqué del
abandono, el porqué de tu amor de madre fue un callado sacrificio. El estar tan
cerca de la felicidad de otros, te hizo pensar que tú también la tendrías. Fue
el tiempo que se encargó de ti, sólo te hizo vieja y dobló tu espalada, tu
ánimo y te puso en una cama para que vieras tu obra, tu locura de caminar por
tantos años.
-¿Con quién hablabas?
Tal
vez el final esté cerca. Nadie te había escuchado. Tal vez morirás otra vez.
-¿Vas a dormir ya?
Me resigno a que hoy no puedo estar
contigo. Sólo veo esos ojos de preguntas, de reproches. Duermo y veo caer los
edificios con los muñequitos quemados y sus bocas son las ventanas por donde
entro y veo el horror de su desgracia; puedo ver sus últimos pensamientos: a
sus hijos, esposas, hombres, casas. Veo la pesadilla de las llamas derritiendo
sus carnes, los ojos de miedo de los otros; la salvación en el vacío. Siento su
miedo cuando el piso cae sobre otro y este sobre otro hasta que el polvo nubla
todo y no puedo ver más.
Un llanto me despierta y ahí estás
queriendo consolar el infantil miedo a la noche; pero ya no te pertenece ese
llanto, tú ya tuviste los tuyos que consolaste y saciaste de arrullos y canciones.
Pasan los días y sólo observas las
infantiles caras que duermen. Rodeas sus camas y extiendes tus brazos para
llevarlos contigo. Te digo: no, no es posible, me pertenecen, ya nos son tuyos
(me miras y me inquietan tus ojos que hablan por ti). Los abrazo y te pido que te
vayas, que otro día vendrás y hablaremos. Te vas pero ya no hablas, sólo un grito y tu imagen se van como
un suspiro.
Ahora regresas y te aprecio más
joven. Veo esa piel blanca en tu rostro,
sin manchas ni arrugas; tu breve boca,
de silencio, con el rojo inmediato que le da forma para no borrarla (para
decir: aquí estoy, no me ignores); la primavera de tus ojos aún con el brillo
obstinado, húmedos de comprometidas emociones; tu cabello dócil, cubriendo con
gracia tus hombros que reciben con afecto tus prolongados rizos. Y así
retrocedes la distancia en del tiempo, donde tus fuerzas eran suficientes para
la vida; para defenderte de tus desgracias, y con insaciable soledad
enfrentaste tu destino.
La imagen es breve, vuelves a ser
vieja, sin fuerzas, exangüe, cadáver.
Un ingrato y terco recuerdo se
desliza llagando el alma para recordarte la brevedad del instante de la
felicidad, lo eterno del dolor y la ingratitud humana. Recuerdas y revives tus
quejas que eran un concierto de angustias, de dolor que formaban los acordes de
una música de traiciones, de macabras soberbias. Recuerdas tu largo trecho, y en
intrincados caminos llegaste con la espalda deshecha, doblada por los años al
pasillo oscuro, al cadalso del enfermo, al último reposo agitado del adiós.
Ahí estuve en tus postreros sueños.
Caminaste para encontrarte con tus temores, con tu alejada tierra y las
ausencias muertas. Despertaste por última vez con un ay
de horror, con el lamento de una despedida sin testigos, sin las manos que
anhelaste estuvieran cerca y sólo llegaron para estrechar la de otros en mutuo
consuelo.
No temas, te dije, no hay nada
aquí, sólo otros que deambulan, son los viajeros que también preparan sus
maletas al viaje sin regreso. Mis flores, dijiste, riégalas. Mi niña, cuídala. Tráemela,
concédeme tal vez mi último deseo.
Ese día se convirtió en oscuridad,
el sol se ocultó no sé dónde. Un río de sombras corría hacia ti, ahogando tus
últimos respiros. Tu maltratada espalda y tu cansado espíritu necesitaban el
reposo perpetuo. Las oraciones y arrepentimientos llegaron tarde, una cita
pendiente postergada, que siempre fue mejor para otro día, para luego, para
nunca.
La tierra se abrió para anunciar que
era el tiempo justo. No hubo palabras. Nada. Llantos, sólo lágrimas
ansiosas por mostrarse…
La reconciliación fue una invitada
ausente. Tu ausencia fue el espacio que se llenó con pausados arrepentimientos.
Te convertiste en la luz que se avivaba con los rezos, con el aire de los
ruegos del “perdóname, me arrepiento y te extraño”. Fueron tus cenizas la
sustancia del pasado con la que cada quien esculpió tu epitafio, el que cada
uno quiso darte según su conveniencia.
-¿Vienes conmigo? – me dices ahora
con tu sonrisa de muerte.
-¿A dónde vas? – mientras hablo tus
ojos anuncian con malicia tu respuesta.
- A donde la felicidad se quedó, a
la tierra de mi infancia. Donde la noche no esconderá más las sombras que me
harán compañía para siempre. A esa tierra buena donde unas nubes dejaban ver el
dorado alivio del sol y los colores dibujaban en mi rostro caricias tiernas de
luz. Donde un viento suave acariciaba tímido mis hombros. Es ahí donde los
esteros de la felicidad llevaban corrientes
de sueños e ilusiones.
Vuelvo a sentir miedo cuando tu sonrisa
se borra, ese dibujo esbozado en tu pequeña boca. Tus labios rojos se vuelven
cada vez más fríos y pálidos. Tristes. Tu voz se apaga, sin vida intentan decir
adiós pero sólo escucho un lamento. El frío nocturno se lleva con su brisa tus
últimas palabras. La noche es oscura pero las nubes que ocultan la luna caminan
unos pasos para ver por última vez tu figura, tu mínima boca, tus ojos de
primavera.
La ausencia se acerca a mí para
estar sólo con tu recuerdo, con esas flores que sembraste y en abundante cosecha
florecieron con los años.
El tiempo sembró la nostalgia que
ahora siego. Regaré a diario esas flores, donde en vano buscaré tu rostro;
imaginaré tu sonrisa y tus pequeños labios que enmudecían. Inventaré las
palabras que en tus pensamientos guardabas para ti. Es ahí donde imaginaré tus
sueños, tus historias; en esas calladas flores, esas de la ventana que con sus
pétalos anuncian la alegría, la vida misma.