miércoles, 10 de septiembre de 2025



 Axolotl,  el dios olvidado


Hermano gemelo de Quetzalcóatl y su acompañante de aventuras por el cosmos, Xolotl sobrevivió al tiempo y a las andanzas por el Mictlán y a las fuerzas omnipotentes del universo. 


No obstante ser visto como una deidad menor y servidor del gran Quetzalcóatl, Xolotl se ganó un sitio en la posteridad, y hoy sus descendientes se encuentran en cautiverio en cualquier parte del mundo, incluso siendo un acompañante acuático doméstico. 


Vinculado con lo anormal y monstruoso se le representó en los códices como figura de perro. No en vano el perro Pelón mexicano recibió el nombre de Xoloitzcuintle.


Los dioses debían dar vida al universo, los astros no se movían y el sol no arrojaba sus llamas vivificantes. Huitzilopochtli, Xochipilli y Tezcatlipoca se sacrificarían  vertiendo su sangre y arrojándose al fuego. Pero Xolotl se resistió: “Me voy a Teotihuacán, dijo y huyó. Astuto y con una habilidad para la transformación, eludió por mucho tiempo a Ehecatl, dios del viento. Se le vio como guajolote, maguey, maíz  y xoloitzcuintle. Pero no pudo más: se arrojó al agua para convertirse en un ajolote. Finalmente Ehecatl lo encontró, fue conducido a Teotihuacán y su sangre avivó el fuego de los dioses.




Ese anfibio escurridizo, que se negaba a su  destino, fue compensado por las divinidades como un ser encarnado y que tiene el encanto de una sonrisa inmutable y una extraña inmadurez que le permite ser un adulto-niño eterno.  Su misterio lo mismo asombró a tenochcas, españoles y visitantes de la Nueva España, como Alexander Humboldt que los llevó a Europa para que fueran estudiados. Y su fascinante vida submarina, pero que puede darse el lujo del aire atmosférico, ha asombrado también a pintores, escritores y poetas. 


El pintor José María Velazco lo plasmó en sus lienzos y no en vano el primer nombre científico que llevó fue el de Ambystoma velasci. Julio Cortázar cuando vivía  en París clavó su mirada en el anfibio, se imaginó ser un ajolote,  vivir en un estanque  ser observado, y nos dejó para la posteridad su cuento Axolotl.


Xolotl se niega a consumirse, dice Octavio Paz, ...Se escondió del maíz/ Pero lo hallaron/ Se escondió en el maguey pero lo hallaron/ Cayó en el agua y fue el pez axolt/ El dos seres/ Y “luego lo mataron”. José Emilio Pacheco vertió su creatividad e inspiración para decirnos que “el axolotl es nuestro emblema y que encara el temor de ser nadie y de perderse en la noche incesante en que los dioses se pudren bajo el agua”. Juan José Arreola nos sorprendió en su Bestiario al decirnos que la hembra ajolote padece de “catástrofes menstruales”.  Y Salvador Elizondo le creó su propia ciudad: Axolotitlan


Debido a su extraña capacidad para regenerar  partes de su cuerpo mutiladas,  ha originado múltiples estudios científicos. La esperanza de descubrir en sus células el milagro terapéutico para enfermedades como el cáncer, ha generado simpatías en el pequeño anfibio mexicano. Lamentablemente en su oscuro mundo acuático entre las chinampas ancestrales, enfrenta el peor de los destinos: su extinción.  


 

Hoy, como maldición de los hombres y no de los dioses, Xolotl se encuentra atrapado en un pequeño reducto en los canales de Xochimilco. Su legendaria mitología corre el riesgo de solo quedar en cautiverio, ser un platillo exótico, o ser recordado como un tradicional  jarabe para la tisis y las fiebres tercianas


La humanidad para la que vertió su sangre no ha cesado en su voracidad para acorralarlos  a las aguas exiguas y  oscuras, donde podría no regenerarse para nunca más en la naturaleza. El ajolote huyó de los dioses y al final dio su vida y su sangre para salvar a los hombres. Hoy, huye de los hombres implorando encontrar su salvación con los dioses. 






sábado, 23 de agosto de 2025

El poeta y sus amores imposibles

 Soñé que la ciudad estaba dentro

del más bien muerto de los mares muertos

era una madrugada del invierno

y lloviznaban gotas de silencio

 

No más señal viviente, que los ecos

de una llamada a misa, en el misterio

de una capilla oceánica a lo lejos

 

De súbito me sales al encuentro,

resucitada y con tus guantes negros

 

Ramón López Velarde (fragmento del poema El sueño de los guantes negros, póstumo 1921)

 

El poeta y sus amores imposibles

La creación, la poesía, necesita de la incertidumbre, de los días aciagos y la resequedad del alma que aun,  en su agonía, extrae los jugos del corazón. El trasiego sentimental suele ser el meandro que fertiliza la imaginación y crea la melodía de fondo donde levitan las historias  en silencio.

 Ramón López Velarde  no sólo  deambuló por las calles de la capital mexicana, también lo hizo por un periplo de amores y desamores que lo acompañaron en su breve pero apasionada vida. En ese viaje apresó las mieles y las amarguras, requisito vital de un enamorado incansable,  quien no concebía la vida sin el riesgo de los desaires femeninos. En  su jardín poético cosechó los versos de sus musas, la prosa de cauces profundos y disímbolos donde navegan los misterios, los autoengaños, las desesperanzas. Con la alquimia de sus letras creó una bebida sabrosa que degustaba en aquellas tardes aturdidas sólo por el tiempo.

 

En su viaje incansable, los paisajes invadidos por su mirada se abrían como  horizontes donde sus pensamientos cincelaban recuerdos  hasta dar forma a    besos furtivos, a caricias  imprevistas, al  roce de unas manos; esculpía la apetitosa y ansiosa carne de su amada. Alguna mañana,  todavía intacta de disturbios, escuchaba los gritos de sucesos nuevos, las conversaciones o los arrullos melodiosos de unas aves.   Por los rieles viajaba su imaginación, suspiraba inhalando el aire húmedo que  evocaba  labios y  los sabores de unos besos angustiados por una despedida impostergable. 

Aun no terminado el cruce de las calles, deambulaba con su color negro inmutable hasta llegar al reposo de algún parque, quizá en una alameda donde los  cantos recordaban la música de las palabra:  dulces melodías de sirenas enamoradas que arrullaban sus oídos sin resabios. Sin dudarlo, su espíritu reposaba   en la oscuridad de algún templo barroco, bajo la sonrisa de ángeles protectores a quienes confesaba, en secreto, sus desconciertos, y también  sus pasiones más certeras. Agradecía  al Creador sus soledades, los encantos perdidos y elevaba una plegaria a sus recuerdos.

 Ya en la noche, con el reposo del trasiego, escuchaba su propia voz repitiendo indecisa los nombres de  amores antiguos. Una mirada se extendía a la distancia para acariciar sus pensamientos,  que se plasmaban en versos, en inconmensurables  líneas que, sin saberlo, atravesaban  los pasos del tiempo. Y en un resquicio  del  sueño,  balbuceaba  nombres, Josefina, María, Margarita, y evoca aquellos  ojos  inusitados de sulfato de cobre.

 Con el alba, un pregón lejano lo despierta con su eco. La realidad se asoma con la luz del día y recuerda la brevedad del hombre, y sabe que la muerte viste con unos guantes negros. Escribe en versos sus temores, sonríe, recuerda sus amores imposibles y, con su silueta  oscura, inmutable, se pierde y recoge sus pasos por  el último camino  que  lo conducirá  hacia la posteridad. 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


martes, 5 de abril de 2022

El Metro: subconsciente urbano

El Metro: subconsciente urbano. 

Así nos tocó, patrón. El metro es y ha sido mi medio de transporte desde que lo inauguré en el año de 1969. Y digo que lo inauguré porque me llevé un gran susto. Viajar en vagones nuevos, era hacerlo en primera clase. Ahora es como nuestro segundo hogar: ahí comemos, soñamos, y tenemos una que otra aventura”. 

Un conglomerado de seres humanos e historias se dan lugar en el espacio subterráneo, en la ciudad donde la aventura underground sucede en un instante y el asombro es insaciable. Un sitio que nos lleva no sólo al trabajo, a casa, o traslada a cualquier parte de la Ciudad de México: nos conduce a la dimensión desconocida. Y  en los pasillos reverberan las infinitas anécdotas: el primer paseo, el ligue, aquella muchacha que soñamos encontrar el día de mañana; los empujones y una oferta surrealista de productos, a precios también, surrealistas.

 “Pero déjeme que le platique, patrón. Era muy niño, 7 años, yo creo. Mi padre nos llevaba a Chapultepec y estábamos esperando el tren en la estación Moctezuma. La emoción me ganó y me subí de inmediato. Ir parados, qué importaba. Pero que mi padre cambia de opinión, ¡y zaz!, que cierran la puerta. Me quedé tieso y muy asustado, ¿a dónde iba a bajarme, me secuestrarían, no volvería a ver a mis padres? Pinche susto. Sólo recuerdo una risa no sé de qué de mi papá y una cara de horror en mi mamá”. 

 En un arrepentimiento se pierde la puntualidad, o peor aún, un hijo.  En su infinitud de vías, túneles, rutas, las aventuras colectivas se aglomeran en los pequeños resquicios de un vagón. El espacio es de quien lo trabaja, ya sea a empujones o con las miradas que lanzan petardos persuasivos. Si el límite roza con una posible conquista, no importan los espacios limítrofes.

 “Para acabarle de contar, le digo que un señor me tomó de la mano, alguien jaló la palanca de emergencia, y el señor buena onda me cargó y me sacó por una ventana. Como hijo pródigo fui recibido en los brazos de mi padre, ¡imaginese el júbilo amiliar! Pero espéreme, crecí y siguió siendo mi transporte favorito. No olvido los apretones en Pino Suarez, no sabe patrón, la asfixia, que chinga. Pero lo que nunca soporté fueron los olores, eso sí, soy muy humilde, pero eso de disipar el gas en un vagón, no se vale, no se vale...”.  

El metro es el sitio donde los olores son la comuna olfativa.  El ágora subterránea no sólo es sitio del argüende y arrimones. Es donde la libertad y el anonimato esconde la mano del delito: los olores encubren su misterio, sabemos por dónde viene pero no quien lo engendra. No falta el  gesto de desaprobación pero tampoco la indiferencia. Ahí cabemos todos, así nos tocó viajar, qué le vamos a hacer. Entre el calor, la estrechez,  los malos olores  y los ecos 
que reverberan las voces de los chismes, traspasamos el paisaje, el tapiz de multitudes. Y ante el cansancio, la esperanza es inmortal: se desocupará un lugar.  

“...y no sabe, le cuento. Un día iba con un primo especialista en eso de la flatulencia. Tenía fama. Ese primo era sospechoso de parasitosis crónica.  Regresábamos del pueblo y sentimos un reconocido olor. Y mi madre al percibirlo, sólo se le ocurrió decir: ʻ¿fuiste tú hijitoʼ. Imagínese patrón, imaginese”.

Las miradas acusatorias no dejan duda del chivo expiatorio. Los culpables quedan incólumes. Además de cuidar nuestra integridad y pertenencias, también debemos cuidar nuestra reputación. Así es el metro, el viaje salvaje, donde la responsabilidad queda en el anonimato de las multitudes. Es el túnel interminable que invita al reposo entre estaciones y donde los cabeceos desnucan nuestros sueños. Es la metrópoli soterrada que ha visto la muerte apretujada en la estación viaducto; la existencia arrojada entre las vías; la corrupción de la línea doce; el silencio mortuorio entre Pino Suárez  y Zócalo; y  vírgenes esculpidas por el agua. 

Pero le digo algo, patrón, escriba esto: la virgencita del metro Hidalgo me está haciendo el milagro. Ya llevo cuatro meses y no me he infectado, aquí sigo, aunque ya no es como antes, eso de usar cubrebocas y tener que cuidarse de la saliva del vecino, como que no, hace falta el calor del prójimo, que digo, de la prójima” 

En el exilio subterráneo y temporal, viajan los sueños desnucados, los milagros e infortunios, 
cansancios y la contemplación de multitudes. Y el aire compartido, equitativo,  que a veces acosa, no sólo nos mata de asfixia, también nos mata  por contagio. 






martes, 18 de agosto de 2020

Tren Maya, las vías de la ilusión

 «Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad»

Jean-Paul Sartre 


La bruma que desprende aromas de siglos, que esconde paisajes de leyendas, ruinas durmientes, cantos de ilusiones,  se dispersa en una mañana con los sonidos misteriosos de la selva. Los rugidos que gritan en coro las  voces de los dioses,  regresan del inframundo en su lucha contra la muerte. El jaguar que ha vencido regresa del sueño a enfrentar su destino sobre las piedras de templos, y que con su aliento,  dispersa las tinieblas. 


La pretensión poética queda muy lejos de la poesía de la naturaleza del sureste mexicano.  Con sus humedades y sus verdes mágicos, sombras que duermen debajo del sol ardiente a las orillas de espejos dulces de cauces profundos, se esconde una espesura de desbordante voluntad  infinita. 


Región rica y pródiga en culturas y tierras de antepasados, ha trascendido al imperturbable rigor del tiempo y al obstinado paso del hombre. Provista de exuberante vegetación y de un ecosistema unívoco, es un sitio sagrado al que habría que conservar sin excusas. 


Sin embargo en su horizonte se asoman un tren que pretende llevar un progreso, las vìas de la ilusión caminan hacia esas tierras con el pretexto de la “modernización”. La realidad es que las comunidades de los Pueblos Indígenas. que lo han aceptado. son víctimas del proyecto del sexenio, que como muchos tantos, pretenden engrandecer una política astuta para ganar adeptos a su bolsillo electoral. Bajo la perspectiva de las propias comunidades, el proyecto  pretende objetivos de dudosa veracidad. La economía regional, lejos de ser partícipe del milagro monetario, se verá  avasallada  por el turismo depredador que acabará por absorber  a gran cantidad de indígenas que, deslumbrados por el engaño de la modernidad, abandonarán sus costumbres, sus raíces, su hogar. 


La duda viaja por los rieles de la demagogia. Viaja a gran velocidad sin un verdadero sustento de repercusión ambiental. Flora y fauna única en el mundo estarían a la orilla de la existencia. Los dos mil jaguares que habitan la zona verían reducidas sus posibilidades de sobrevivir. Mantos acuíferos, cenotes, ríos subterráneos,  podrían verse contaminados por la infiltración de aguas residuales. Serpientes como la nauyaca que habitan microhabitats en cuevas y espacios inaccesibles, se verían amenazadas. Se calcula que la vibración podría agrietar dichas cuevas y rendijas naturales que son el resguardo para muchas especies. La zona de Calakmul sería una de las más afectadas, donde habitan gran diversidad de especies que verían el desmembramiento de su cálido ambiente. Animales como el mono araña, el saraguato, tortugas, lagartos, guacamayas, ya de por sí perseguidos por cazadores furtivos, se verían aún más hostigados por la depredación de un proyecto ferrocarrilero. 


La ilusión pierde sentido cuando se enfrenta a la realidad. Las ventajas prometidas y los bienes ofrecidos pronto podrían crear una catástrofe ecológica y social de la que sería muy difícil encontrar la salida. El arrepentimiento y la reflexión muy poco haría por recuperar una de las zonas más ricas del planeta. El valor biológico, social y cultural podría tener sus peores días.


Una incógnita podría derivar todos estos argumentos. Preguntar si hay que dar paso al progreso podría encontrar una respuesta irreflexiva y banal. Decir sí sin un verdadero análisis geográfico, ambiental, social, sería irresponsabilidad total. Decir sí por que debemos guiarnos por refrendos chamánicos donde la la tierra “habla”, sería indignante. 


El tren Maya es un proyecto neoliberal, lejos está de ser la panacea social y económica que se pregona. El futuro del mercado turístico donde las ganancias llenarán los bolsillos únicamente  de las grandes empresas, se asoma escondido tras fines rapaces. 


Las esperanzas se pueden convertir en un campo minado lleno de desilusiones, un terreno feraz para el cultivo de la desigualdad, transculturación, y el ecocidio. 


El tren Maya podría ser un gran paso para el sexenio, pero un paso en falso para el país, y la bruma que esconde aromas de siglos y una tierra que reposa el silencio de los tiempos, podría disiparse para siempre. 


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Indígenas, un mundo olvidado.



“In tata u tsikbalmaj ten u lonmaj bin le x-tabayo’. Tun bin bin xinbal kala’an ka tu yilaj. Juntul ko’olel jach ki’ichpan, chowak u tso’otsel u pol; ka tu machaj [...])”.


“Mi papá me ha contado que clavó a la X-Tabay. La encontró en una ocasión en que viajaba borracho. Era una mujer muy bonita, de largos cabellos, que lo sujetó [...]”. (Cuento Maya). 


Hay un mundo alterno, un mundo que, aunque acontece, lo vemos a la distancia, apartado de nuestra cotidianidad. A pesar de que alrededor de 7 millones de mexicanos hablan una lengua indígena, pasan más que desapercibidos. La lengua maya tiene 1,4 millones de parlantes seguido del zapoteco sobre 700 mil. No obstante que son mexicanos, los indígenas, como cualquiera que habita el territorio nacional, viven bajo cierta realidad alterna y en la perspectiva de los que han pretendido pensar por ellos y explicar su cultura. Y, aunque ha habido un movimiento  que defiende y aboga por sus derechos, no ha sido suficiente:  hay un evidente rezago y discriminación, además de un racismo que no termina por reconocerse. 


Desde “Forjando Patria”, el antropólogo Manuel Gamio plasmó la semilla del indigenismo que a lo largo del siglo XX germinó el movimiento que fue acogido por muchos intelectuales que moldearon al indio con diferentes matices. No se puede soslayar que muchos de los rasgos que se le dieron al indio fue con la perspectiva del mestizaje: había que fusionarlos para integrarse al mundo, con el mestizo, había que “blanquear” su cultura. Punto crítico en el que se ha documentado una eugenesia sobretodo en el México postrevolucionario, donde no se planteó la integración de las comunidades y su fortalecimiento interno.  No en vano José Vasconcelos proclamaba la nueva “raza cósmica”, la nueva generación mestiza. Dentro de este nacionalismo idealizado de estado, surge el muralismo como una necesidad de glorificar el pasado indígena en las paredes institucionales. 


En el siglo XIX el indio pasó a un segundo plano, donde la pobreza se agudizó con una paradoja de injusticia con las Leyes de Reforma proclamada por nuestro insigne benemérito. 

Las Leyes de Reforma de Juárez borraron la geografía indígena a través de las leyes contra las tierras colectivas indígenas. 


La conquista espiritual, geográfica, militar, política y administrativa vino de afuera, del colonialismo europeo; pero quizás la peor y  que se ha prolongado después de la independencia, es la colonización interna que persiste hasta nuestros días. Torquemada incendió la hoguera, ahora el fuego inquisidor viene de nosotros mismos. La indiferencia, la ignorancia y la apatía por los “otros”, es nuestro peor desprecio. Del colonialismo y poder central  europeo, la dependencia ahora es del poder gubernamental  y el que marca los designios.   Bajo proyectos engañosos se pretende llevar sobre vías  trenes milagrosos donde se les promete subir y encontrar la parcela pedida. Y la  política se convierte en una medida populista de intereses  que tiran el anzuelo de la esperanza para los pueblos.  


Las comunidades indígenas sobreviven al mestizaje y a la marginación gracias a su cultura e identidad, que deriva de un conglomerado mundo pletórico de cosmogonías, leyendas, creencias, conocimientos. Oponen una fuerza a la mirada externa que trata de seguir pensándolos e interpretarlos a su conveniencia. Algunos no han tenido la fortuna de cohesionarse bajo su culturalidad y han sido absorbidos e integrados a la cultura del mestizo, bajo un nacionalismo lleno de intereses y de la retórica de estado. 


El indígena es admirado, alabado, apreciado, pero a la distancia. Los buenos deseos son reemplazados por el racismo, rasgo nacional inaceptado por muchos.  Tema abordado por intelectuales, historiadores y un sinnúmero de escritores, no termina de concluirse ni de superarse. La conciliación del pasado indígena-español, español-indígena, continúa siendo una fuente de conflicto. Se rechaza el pasado español para enaltecer el pasado mítico del indio precolombino, heróico, idealizado de una sociedad perfecta que se echó a perder con la llegad de los españoles; y por otro, se reniega de la sangre indígena, esa que al mestizo le causa náuseas y la vomita con expresiones racistas. “Pareces indio”, “el indio no tiene la culpa, sino el que lo hace compadre”, “indio ladino”, “indio pata rajada”, “el mejor indio es el indio muerto”.  Y quizás, la que causa más magulladuras del amor propio es aquella que se dice con el mayor encono y con la que se pretende terminar un pleito, discusión o desavenencia: “pinche indio”. 


No hay sociedad o grupo social que sea por completo  inocente y virtuoso. La visión maniqueísta es una tentación que hay que desechar. Y como toda sociedad, los pueblos indígenas no pueden ser excluidos de sus imperfecciones. Como todo grupo humano, siempre deben estar en constante evolución y autocrítica. Y es en su autonomía donde su desarrollo encuentra sus mejores frutos. Como partícipes respetuosos de su historia y desarrollo, es nuestra obligación velar para  que se dé esa independencia y libertad hacia dentro de las comunidades y que sean ellos los que escriban sus propia narrativa, su visión, pero sobre todo, que imaginen su futuro. 


Los pueblos indígenas tienen una riqueza invaluable en su sabiduría, tradiciones, lenguaje, que le dan cohesión. La fortaleza de su cultura está en la conservación de esa riqueza que los debe llenar de orgullo en su identidad. 


Celebrará Chiapas Día Latinoamericano del Jaguar ~ Mira tu México







 


 
















 






 


 


 


 














martes, 28 de julio de 2020

El hombre del cansancio



En un mundo que cabalga a una velocidad vertiginosa, nuestros pasos no pueden ser los del tiempo añejo. Como Atalanta, la cazadora griega inalcanzable, o  Jesse Owen, el velocista que humilló a Hitler,  nos movemos en una carrera desesperada contra nuestro reloj interno, donde el enemigo o contrincante somos nosotros mismos. Como un enfermo, padecemos de agonía crónica. El gen del impulso interminable, de la rueda sin fin, se ha insertado en nuestro ADN  neuronal. Vivimos en nuestro propia tierra fértil donde florece la cosecha más abundante: la hiperactividad. Como Sísifo, cargamos la piedra una y otra vez, pero lo hacemos con un gozo y motivación, que morimos con la felicidad del desgaste. 
Byung-Chul Han, filósofo coreano, nos plantea en su ensayo La sociedad del cansancio, que  las enfermedades de hoy nos amenazan no con  infecciones sino con infartos ocasionados por exceso de positividad. En este movimiento interminable como el hámster en su jaula, giramos sin fin, sin tiempos fueras, sin el momento antiguo de la contemplación. Bajo un sistema perfecto donde no hay límites -nos dice el filósofo sudcoreano-, hay una “[...] violencia de la positividad, que resulta de la superproducción o la supercomunicación [...].” 
Las generaciones de la velocidad ad finitum, han nacido bajo la enajenación autónoma. En la  fatiga interminable, del éxito inagotable, de la webmind insaciabe que todo lo puede, quiere, sabe y obtiene. Pero en la sociedad del cansancio, cabemos todos:  vivimos angustiados. En la antigüedad cercana, a mediados del siglo XX, aún podíamos practicar el valioso status del ocio. No hacer nada era posible. Hoy eso parece irrealizable. Somos los hombres del veinticuatro siete, los eternos disponibles, gozosos de cumplir con nuestra tarea. No necesitamos del control remoto que nos mueva: nos autoexplotamos.  
Pero nada es gratis. La falta de aburrimiento, del medio tiempo, de estar en off, nos pasa factura. El navegar por las aguas del exceso, nos puede llevar a la depresión, al burnout, y el agotamiento cerca del infarto nos recuerda algo: el fracaso. Inmersos en la productividad, en las vías de tren digitales de la comunicación, hemos olvidado que viajamos en un simulador de vuelo del éxito, que oculta la derrota, la desilusión.   El aislamiento y ese universo interminable nos conduce a la isquemia emocional. 
La dependencia por y para el rendimiento mecanizado,  para Byung-Chul Han, en la sociedad del cansancio, la consecuencia inevitable es el dopaje. ¿Hasta cuándo, cuánto, es suficiente? Como el farmacodependiente, el hombre del cansancio necesita de la misma droga: el trabajo. En ese afán interminable, agotamos las endorfinas estimulantes hasta caer en el agujero negro existencial y nos fundimos como un microprocesador reemplazable. 
Nos hemos convertido en los muertos vivientes, o en las almas muertas de Nicholai Gogol, que en su célebre libro, nos narra como los siervos (almas), de la Rusia zarista,  son explotados y exprimidos por los terratenientes. Y el negocio no se acaba con su muerte. Chíchikov, el comprador de almas, adquiere los derechos de propiedad de los siervos muertos para que el gobierno le otorgue tierras y enriquecerse. La caída vertiginosa dentro de un sistema perfecto de laboriosidad, ha creado las almas del cansancio, pero que son olvidadas: nadie compra almas muertas, somos reemplazados. 
Con la hipercomunicación, fundamento del hombre abstraído, el beneficio conlleva la enfermedad. No obstante estar mejor comunicados, estamos más solos; a mayor información, más dispersos: aprendices de todo, maestros de nada. 
En esta sociedad del inquieto, del dopado, del Homo laborans,  quizás, lo mejor, sea dejar pasar el tiempo,  practicar el ocio, reinventar el espacio y la temporalidad, contemplar la vida por un rato, la lectura sin prisas; escuchar al prójimo (próximo),  ver las estrellas, y por qué no, escribir una poesía a media noche, pero eso sí, compartirla de inmediato por whatsapp. 








La letra H


El 6 de junio de 1944 daba inicio el día D. El general Eisenhower era el estratega para dirigir la Operación Overlord que permitiría la entrada a Europa para derrocar al régimen nazi. Atravesar el canal de la Mancha, llegar a las playas de Normandía, sería una tarea colosal.  El exitoso final, ya lo conocemos. Ese día tan trascendente ha quedado marcado en la historia con la simplicidad de la D. Sin embargo acaso los días que marcan nuestras vidas o simbolizan eventos imperecederos, los recordamos con simpleza: como  “aquel día”, el primer día de clases, el día D, el día H. 

Una bicicleta, sí, deseábamos tenerla y compartirla. Mi amigo Josué tenía una pero los estragos del tiempo ya le eran visibles. Con ella volábamos y era parte de nuestra existencia infantil. Pero necesitábamos una para cabalgar como jinetes en los terrenos del vecindario. Vimos una gran oportunidad, de esas únicas, impostergables. La promoción era tentadora: juntar las letras en cada helado que compráramos para formar la palabra Holanda. A cambio, una flamante y veloz bici.Seríamos socios de singular empresa. Fuimos comiendo helados hasta que por fin sólo nos faltaba una letra. Una, muda por cierto: la H. 

Mientras ese momento llegaba, ese par de niños de once años continuaron con sus juegos mágicos. Atrapaban alguna lagartija, alguna exuberante araña en el jardín merecía su asombro y el lodo en sus pies era el símbolo de la felicidad. Y viajaban creando aventuras y sueños sobre dos ruedas. 

Así pasaron los días, y la esperanza de que el la ansiada H saliera de la envoltura del helado, se hacía más lejana. Había sólo una oportunidad: suplantarla. La complicidad oculta el pecado. Como artesanos nos dedicamos a hacer nuestra propia letra. Segmentos de la L y la E fueron utilizadas para nuestra aventura del Día H. La calle fue el lugar secreto,  dos verdaderos espías maquinando el engaño. Pegamento blanco, un cúter, pero sobre todo, una delicada y milímétrica colocación de los segmentos azules E y L. Como un demiurgo logramos la magia de la suplantación. Mi madre, que ignoraba nuestra personal y secreta Operación Overlord, emocionada aceptó que fuéramos solos a intercambiar nuestra planilla. 

Había llegado, impostergable misión debía ser culminada. Montamos la bicicleta añeja, y nos dirigimos a nuestro destino. La calzada Ignacio Zaragoza sería nuestro Canal de la Mancha, el peligro acechaba en cada automóvil que esquivábamos para llegar a la otra orilla. Reclamamos lo que creíamos nuestro legítimo derecho: habíamos comprado muchos helados: merecíamos la bicicleta. 

“Venimos a canjear, ya completamos la palabra, por favor, ¿nos puede dar la bicicleta?” Comprendimos el fraude publicitario: la letra H nunca aparecería. Una señorita muy amable nos dijo que no era posible, que esa letra aún no había salido.  “Puedo llamar a las autoridades, pero mejor váyanse a su casa, no lo vuelvan a hacer  y esperen que salga la letra H”. Había descubierto nuestro plan. Un miedo inesperado nos acorraló. Llegaría la policía y nos detendría. Nos harían presos y purgaríamos una condena por falsificación. Salimos cabizbajos, con temor de que llegara la autoridad y nos acusaran  del pecado. Nos miramos y regresamos caminando, con la bicicleta que acompañaba nuestros pasos, girando sus ruedas con tristeza, y con sus manubrios como dos ojos que querían soltar una lágrima. 

Ya por nuestros rumbos, parecía que nada hubiera sucedido. El olvido es el mejor antídoto para el fracaso. Le pedí a Josué que me dejara manejar y él se paró en los diablos traseros. Volamos y nos perdimos entre los callejones amigos, entre nuestras banquetas de aventuras, y la bicicleta recuperó su alegría. El viento y el sol de la tarde acariciaba nuestros ánimos y un par de rostros hasta hacía  poco vencidos, olvidaron aquella derrota y volvimos a buscar lagartijas, arañas y nos llenamos los zapatos de lodo. Mi madre nos vio despegar del piso y gritó emocionada: ¡¿Esa es!? Con una sonrisa y con nuestras cabezas negamos que “no era esa”.  

Después seguimos comiendo helados, ya sabíamos que nunca encontraríamos la esquiva letra. Hasta el día de hoy, no he encontrado la  H, quizás porque es muda y no la escucho.